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Responsabilidad y ceguera hermenéutica.

























Hoy asisto a una clase magistral del filósofo del lenguaje José Medina.  La charla giraba en torno a dos ideas interesantes: la responsabilidad y la ceguera hermenéutica.  Medina nos advierte, antes de empezar, que su concepción de responsabilidad hermenéutica no hace referencia a que debamos, por necesidad, saber interpretar aquello que se da en una práctica discursiva; más bien, según entiendo, consiste en que pueda darse el entorno adecuado para que aquel que escuche el discurso dé pie al hablante para poder ser entendido. Facilitar al que no tiene voz o es sistemáticamente silenciado a que pueda expresar(se). Por otro lado, el concepto de ceguera hermenéutica resulta más intuitivo: en ocasiones somos ciegos a distintas prácticas discursivas premeditadamente o por puro desinterés o desconocimiento. Podemos ser ciegos a ciertos tipos de opresión por el mero hecho de estar situados en el discurso dominante el cual, o no considera opresivo aquello o no le interesa, o ambas cosas a la vez. 
Uno de los ejemplos ilustrativos de esto que Medina quería transmitir se nos ofreció con el extracto del film Adam’s Rib que he reproducido en esta entrada. Las distintas prácticas lingüísticas, los discursos en los que vivimos, no son barrios atrincherados o guetos auto-sostenibles que se mantienen a través del tiempo de manera imperecedera e inmaculada, en tanto que aislados del resto. Al contrario, como pudiera haber apuntado Wittgenstein, cada práctica (cada juego) del lenguaje es un barrio en esta ciudad del uso del lenguaje, cuyas fronteras se pactan, negocian y (re)negocian constantemente en las prácticas lingüísticas. Se necesita compresión (empatía tal vez) hacía lo otro, para poder ir desdibujando y refigurar las distintas barriadas. La ceguera hermenéutica que la secretaría de Katherine Hepburn parece sufrir (y de la que no podemos hacerla responsable) choca con la lucidez de su jefa, que se percata del uso malintencionado de la infidelidad conyugal como un mecanismo más de la sumisión al discurso heterosexista dominante. El hablar, entendido como acto performativo, y el uso del lenguaje como arma de resignificación, nos ayuda a entender que todo aquello que se presenta como cosa dada es, qué duda cabe, el resultado de prácticas anteriores y, como tales, pueden ser derribadas, integradas o rescritas; en definitiva, resignificadas.
Todo esto me lleva a derroteros más cercanos a la kultiripop, de menor elevación intelectual.

 
El asunto es verdaderamente extravagante. En un primer visionado la sonrisa es inevitable: ¿Cómo es posible que esta mujer solo sea capaz de enunciar dos obviedades tales de Rusia que pudieran ser aplicables a casi cualquier lugar del mundo? (¿gente maravillosa?, ¿cambios políticos recientes?) Miss Melilla, aspirante a Miss España 2001, se encuentra con una pregunta por parte del embajador de Rusia que la deja patidifusa. Soy incapaz de imaginar qué le pasaría por la cabeza a aquella chica tras responder tan maña estupidez. Sin embargo, las imágenes, aunque banales, encierran cierta enjundia. Aquí se ha dado un claro caso de ceguera hermenéutica, cabe añadir que por ambas partes, por si alguien no había caído aún en cuenta de ello.
Para empezar, de verdad necesita una miss saber qué coño pasa en Rusia. De hecho, ¿necesita saber siquiera dónde está Rusia para ser valorada por su belleza? Recordemos que es Miss España, un concurso de belleza con un discurso sexista (el de este tipo de eventos) que premia la belleza en sí como si esto fuera un hecho objetivo y que, sin embargo, lo que está haciendo es una perpetuación de roles y estereotipos sobre la mujer que trata de aleccionar sobre cómo debe ser una mujer para recibir reconocimiento –masculino y femenino. En EE.UU hubo un tiempo, que se mantiene, creo, en el que estos eventos se convirtieron en un talent show. La chica debía no solo ser mona, sino, además, parecerlo. Se le exige el exhibir alguna habilidad, así como poseer un conocimiento (superficial) sobre alguna materia. Supongo que por aquello de la belleza interior. Si se premia quién es la más guapa, o si se prefiere, la que está más buena de entre un puñado de aspirantes regionales, qué más dará lo que sepa o no sobre su país o el de los demás. El embajador de Rusia no solo peca de cierta mala fe, sino de absoluta ceguera hermenéutica en un sentido que no es el de Medina: es incapaz de interpretar el entorno en donde se está moviendo y exige a una miss algo que innecesario para emitir un juicio, el cual se presupone estético. El embajador ha roto de una manera endiablada el juego de los concursos de belleza, de ahí la estupefacción de la modelo y aspirante a Miss España. Pero también hay una profunda ceguera en la miss, en este caso sí tal y como lo conceptualiza José Medina: la pregunta sobre Rusia no ataca a los conocimientos que ella pudiera tener o no sobre geopolítica, sociología u otra área. No, esta pregunta es una bomba en los cimientos de la práctica discursiva en la que vivía tranquilamente: la de una chica mona y blanca de provincias que se presenta al sueño de ser princesa. La pregunta no cuestiona sus conocimientos, la cuestiona a ella como ser humano, a sus actos y presencia. La enfrenta cara a cara a la nada que es el descubrirse fuera de lugar, en un barrio extraño y desconocido que le era totalmente ajeno.

Perdón, ¿me puede repetir la pregunta?


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