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Es Feo

Cuando nos planteamos que el arte debe ser bonito como condición intrínseca a la hora de emitir un juicio sobre su valor, topamos con múltiples problemas. No es algo nuevo. El postmodernismo, con su deslegitimación de cualquier discurso sobre qué es el arte o cómo debe producirse, desarticuló al artista como tal arrojándole al angst de tener que hacerse cargo de la preguntas sobre el arte. La libertad le exige un compromiso, un entregarse y exponerse, el cual, sospecho, no supuso un problema para cualquiera que pintase en el Renacimiento. La conquista de la libertad total del pastiche, de la mención o de la novedad, dependen de qué el creador (malusando el término) deba plantearse los cómos y porqués del arte contemporáneo.
El discurso artístico, pese a considerarse así mismo que consiguió desterrar la vieja separación entre alto y bajo, culto y popular, siguió privilegiando la pintura a cualquier otra forma de expresión. El cine tardó su tiempo en ser considerado una noble arte, como otra cualquiera. No así con la música popular, escasamente rescatada por los estudios culturales (estos a su vez denostadas por tantas áreas).
La música popular siguió el camino de la emoción. Expresar el sentido rítmico de tal modo que ella pudiera ilustrar los momentos. (La obediencia al ritmo que decía Adorno, con toda la arrogancia del snob) La música está en la senda de lo bonito. Aunque no siempre, ni en todos los casos. Esta, en su versión más mainstream aspiró a ser el referente imaginístico del mundo. Gracias al cine y a la publicidad (la radiofórmula creo que murió, aunque la realidad está ahí para demostrar que no) nuestros momentos se comunican a través de música. Ciertas sensibilidades se afinan en unos determinados tonos; en eso coincidimos: compartimos ese asociar tal o cual expresión emotiva con una música determinada. Ayuda al ser gótico velar la tierra con el doble bombo, los violines desgarrados y las cavernosas voces guturales. Pese a ello, al ruido y la furia de la destrucción del metal, la senda de la emoción no se abandona.
A la vera del camino, como insinué, quedan algunos. En la cuneta de la historia de la música, si aceptásemos que ha habido un discurso de poder homogéneo que, en nuestro país, ha premiado a la canción ligera (bonita) en lugar de la distorsión postpunk (feo), en esa fosa común de la historia, decía, quedan algunos ilustres cadáveres. Caso fue el del precioso Niño Gusano. El surrealismo lírico y las peripecias emocionales de un grupo difícil de aprehender.



 
¡Cuánto postmodernismo!
Estoy tan cansado de ser como soy / todo lo que dije lo dijo alguien ya, dicen los muy díscolos, incapaces de cantarle al amor como un Sanz (Eh, tú con la oreja negra)
Pero, sucede que alguien puede, pretendidamente hacerlo mal. Los herederos del Niño Gusano lo llevaron a práctica con la absoluta perversión del crooner. Las Murder Ballads del incuestionable Nick Cave (bellas y oscuras) se transmutan sin agua que alivie el tragar la píldora, en las estridencias de Manos de Topo. Si la principal esencia que destacamos del crooner es la omnipresencia de una voz que nos transporte a los estados de ánimo del mismo, aquí encontramos la exageración, la hipérbole, del crooner llorón. Las reacciones ante esto no se hacen esperar: gritamos ¡ES FEO!




Dadles un minuto. Esto ya no tiene que ver con lo bonito o con lo feo. Para bien. Si el arte aún tuviera que ver con eso, toda expresión sería una postal de un amanecer. Apelar a cierta visceralidad, a veces, es un alivio. 
También los feos tenemos derecho a ser queridos.



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