Indeleble
Algo
de lo que sigue nunca ocurrió.
Recuerdo
el primer amigo que tuve; se llamaba (y sigue llamándole) Juan Carlos. Yo tenía
dos, tal vez, tres años. De esa edad conservo pocas imágenes; mis manos pasando
por la madera de un centro de salud que ya no existe –como si lo hubiese
fotografiado Terence Malick –, levantarme y que mi madre me explique que era el
día de mi cumpleaños, y alguna que otra cosa que mejor me guardo. Una de estas
imágenes es, de hecho, un pacto. Un pacto sobre de amistad.
Es
extraño pues cuando uno crece no suele, por lo general, establecer pactos
comunicativos de tipo performativo que impliquen un cambio en el estado de
amistad. No solemos hacer explícita la amistad, solo en casos concretos: cuando
se puede quebrar, cuando quieres transmitir afecto, o directamente, para
indicar que ya no se quiere saber más de tal o cual. En otras palabras, rara
vez decimos: «¿eh?¿quieres ser mi amigo?», o se necesite un juez de paz para
que alguien te haga amigo como el que se casa. Si te acercas a un desconocido y le pides amistad, no se suele ser bien entendido si esa es la verdadera intención -aunque imagino que de todo hay. De este modo, la amistad es algo
silencioso e invisible que solo se hace ver en momentos demasiado específicos.
Así como el valor se da por supuesto en la Guardia Civil, solo nos percatamos
de la amistad cuando se dan hechos en el mundo que validan o contradicen ese
pacto invisible.
La
imagen, decía, remite a un día de sol sobre mis dos o tres años de edad. Estoy
en la terraza y a través de los barrotes de mi cárcel –sigue siéndolo y me temo
que siempre lo será –observo a un niño en el primer piso del portal de al lado.
No sé cómo llego al punto, pero le grito para preguntarle su nombre. Me lo dice. Le digo
después: ¿Quieres ser mi amigo?, y me
contesta que sí. Así de fácil.
Quieres
tener pareja y te lo piensas y te lo vuelves a pensar antes de decir cosas que
te cambian el mundo. Debes decidir sobre algo que altera tu existencia e igual. En cambio, aquí, la cosa es sencilla. No hay nada que
evaluar. La amistad es algo indefinido e indefinible –innecesaria la concreción, por cierto –que no necesita explicación. Basta que ese
niño juegue conmigo y no me pegue. Desde entonces mantuvimos una amistad hasta
más o menos los 18 años. Después nos distanciamos. La vida toma caminos
distintos. Aún le veo de vez en cuando y sigo queriéndolo bastante. Me parece
una persona respetable y digna que lleva su honor alto en el trabajo que
desempeña. Ha sido mi camello de música durante mucho tiempo y gracias a él
(aunque casi mejor a su hermano) me piqué con los comics Marvel y las revistas
de El Jueves. Fuimos al instituto, nos emborrachamos juntos, no nos entendimos
y coincidimos en alguna que otra cosa, y también nos peleamos. De verdad, nada
de abstracciones: hostias. El que me conozca sabe que no soy, precisamente,
fuerte; sí rápido y agresivo, pero contra él no había nada que hacer. Juan
Carlos es una montaña; así. La peor vez solo necesito una patada y un empujón para
que yo me rindiese. Por suerte, fue esa la última pelea. Si algún día monto un club de la lucha
dejaría que me zurrase.
La
pregunta que debería hacerme es si ese pacto se rompió alguna vez. No sé por su
parte –nunca lo hemos vuelto a hacer visible –pero por la mía, pese a que mi
contacto con él sea prácticamente nulo (no le felicito sus cumpleaños y los
fines de año no me acuerdo de decir ni hola), sigo en pie con ese pacto. No
sabría decir por qué; ¿es simple mística sobre mi propia satisfacción personal
por conservar algo intacto en mi existencia? Cuando todo se convierte en caos y
ya no sabes en qué creer, qué esperar o cómo desenvolverte en un mundo en el
que siempre he pensado que carezco de habilidades, creer que hay alguien en quien
puedes confiar o recurrir suena más a placebo que autentica medicina. Me es
igual. Sé que no recurriría a él. Pero aquí prefiero vivir en mala fe a tener certezas que tampoco me aportan cosa alguna.
Recuerdo
dos cosas en particular del mismo año –recuerdo más, pero también me las
guardo. Con catorce años, en el primer año de instituto. La primera yendo a la
pista de tenis que había en la universidad Carlos III cuando aún nos podíamos
colar, hablábamos de lo guapa que era Laura Pausini –si, joder, tenía catorce
años, Berlusconi no existía para mí y a veces uno no tiene criterio, ¡a la
mierda! La segunda implica algo que está bastante difuso pero creo que fue una
especie de punto de giro importante en la vida de ambos, a lo mejor la vida
entre ambos.
En
primero de BUP tuvimos que dar una asignatura de música. Algo aprendí, pero
como sucedía con la educación de esa época en mi centro de enseñanza nos quedábamos en poco más que una teoría poco
robusta, aprenderse la vida de algún músico y con un poco de suerte escuchar
unas cintas de Vivaldi, Beethoven o Strauss. Enseñarte a tocar un instrumento
debía ser cosa de ricos. Sea como fuere, nos encomendaron que fuéramos a un
concierto de música clásica. Si no me equivoco, Juan Carlos y yo acabamos en el
Auditorio Nacional, viendo un concierto de algo que desconocía y que ahora
jamás recordaré. La situación era un poco absurda porque la gente que había
allí en general superaba la cincuentena e iba arreglada para la ocasión, como
si aquello fuera misa. Nosotros éramos dos chicos de barrio en plena pubertad,
con aquellos abrigos que se llamaban plumas
y que es el atuendo oficial del yonki desde el año 1995 junto a algunos tipos
de chándal. Estábamos fuera de lugar por completo. Ahí es cuando más te pegas a
tu tribu, por lo que pueda pasar.
¿Fue
significativo el concierto? En su momento me lo pareció. Recuerdo que me gustó
y que lo comentamos. Puede que sutilmente comenzara a reconducir nuestras
vidas. Yo lo creo. Desde entonces me preocupé en buscar música –de cualquier
tipo –dentro de mis escasas posibilidades y de que era la época
pre-internet-napster. En Juan Carlos el cambio fue más sutil. Aunque su
melomanía había comenzado, a partir de aquí se dispararía. Recuerdo tardes
enteras en los difuntos Madrid Rock o como comenzó a consumir toda la música de
su hermano. Es de las personas que más ha consumido pop-rock en toda la
historia del ser humano.
La
segunda pregunta que esto podría incitar es ¿qué coherencia narrativa tiene
esta anécdota con la amistad? Me temo que ninguna. O todas.
Sea
como fuere, a partir de los diecisiete cada uno comenzó a desenvolverse en
mundos distintos. Poco a poco ya no salíamos. A veces quedábamos para seguir
yendo a conciertos. Ahora, como dije, solo me cruzo con él por la calle en
alguna rara ocasión. Por una parte lo lamento enormemente. Por otra, la vida te
lleva a estos callejones. Solo espero que no me guarde rencor por algo que le
haya podido hacer, pues seguro que más de una le hice.
Aunque
en este blog suelo hablar un poco de lo que me viene en gana, cada entrada guarda cierta coherencia temática. No es el caso. Tampoco hay una corriente de
conciencia, sé que quería llegar hasta este punto. Sin embargo, no encuentro
moraleja. No veo qué implica esto en mi vida ni qué puede aportar a la de las
personas que pudieran leer esto; poco, o nada, supongo. Que la vida
nos separa es una trivialidad, cualquiera que haya vivido más de veinte años
sabe a qué me refiero. Los pactos se rompen, se vuelven a montar, se reintentan y reinventan…
Tampoco puedo acceder a una verdad implícita sobre la amistad. Se me escapa, la
verdad.
Sin
embargo, de todas las pocas cosas que permanecen en mi memoria siempre estará
ese día de sol y esas palabras saliendo de mi boca diciéndole a Juan Carlos si
quería ser mi amigo, y la extrañeza de que tampoco me aportase demasiada
felicidad el hecho de que accediese, pese a que el futuro sí me diera buenos
momentos.
Es
este, tal vez, un ejercicio contrafactual. Cómo hubiera sido mi existencia si
no hubiera tomado determinadas decisiones, como la de ir o no a ese concierto.
Es, tal vez, un ejercicio de encontrar significado sobre los recuerdos indelebles que acaban por asaltarle a uno mientras se tienen otros planes.
Cuánta
gente aprendemos que hemos perdido en el camino cuando nos atrevemos a remontar el
río en busca de nuestras fuentes. Supongo que ahí es donde te percatas que la amistad es un privilegio, y no, precisamente, indeleble.
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