El gran despilfarro
De vuelta tras una pequeña enfermedad de la que aún no acabé de
salir. No me refiero a la enfermedad de la vida: dejé de leer a Coelho y Bucay
hace muchos años como para decir semejante estupidez teñida de misticismo. Lo
mío es más banal.
Esta entrada llega con retraso y refiere a las tarjetas que 85
delegados de Caja Madrid utilizaron para gastar el dinero de los depositarios
de la entidad y, después cuando el banco fue rescatado, del resto de los
españoles. Es el último escándalo, el de las tarjetas opacas, “black” o
impunes. Un tinglado en el que estaban metidos toda la élite económico-político-social:
sindicalistas, PP, IU, PSOE, patronal… Solo faltó la industria cultural. Por lo
que parece Miguel Blesa junto a Rodrigo Rato idearon unas tarjetas que garantizaban
que aquel que las tenía en posesión podía gastar sin dejar rastro para el
fisco. Dinero gratis para todos. De esta forma, Blesa gasto unos 500.000 euros
a lo largo de tres años. Otros no se quedaron a la zaga. Solo un par no las
usaron, eso no les exime de culpa: a lo mejor a ojos de Fernando Savater, que
piensa que los toros no sufren y no tienen derechos (pues carecen de
obligaciones) tal vez sean sujetos morales, pero para la Ley no tendría que
suponer eximente alguno; lo sabían y se lo ocultaron a una sociedad que estaba
sufriendo (y sufre aún) una crisis de proporciones apocalípticas. Se agrava más
la cosa cuando estos señores privilegiados con dinero gratis agitaba una mano
diciendo que “debemos ajustarnos el cinturón”, “así son las cosas” y que lo
mejor era reducir el salario a los trabajadores, los cuales vivían por encima
de sus posibilidades, mientras que con la otra tiraban de tarjeta en gastos
ilimitados. La mayor parte de estos gastos fueron perecederos o sujetos a
cierta cotidianeidad: viajes, compras en el Corte Inglés, fiestonas, bebercio,
posiblemente algo de puterio, ropa, incluso chuches, empastes o el ticket de un
parking. En resumidas cuentas, se gastaban el dinero en vivir muy bien, que en
realidad es lo que molesta.
Mientras apretamos para que no se nos lleve la corriente de la
crisis, esta gente se permitía el lujo de tener sueldos estratosféricos y vivir
a todo trapo. Eso es un a elite y lo demás son tonterías. Se entiende que la
idea por debajo de la entrega de las tarjetas era comprar la lealtad de los
consejeros en caso de votación o, por ejemplo, si alguno de ellos se le ocurría
la idea de preguntar por las decisiones de las cabezas pensantes en cuanto a
créditos u otras artimañas de la banca en las que se favorecien a los poderes
fácticos: los constructores y partidos políticos, claro.
En general, los tertulianos y críticos de la vida económica y
política han señalado la falta de escrúpulos de esta gentuza, pero, en ciertas
ocasiones han hablado de que el monto total de lo gastado en realidad no es
tanto. Resulta escandaloso, sí, pero en realidad ¿qué son 13 millones de euros
–más o menos lo que los 85 delegados gastaron en tres años –comparado con los
21.000 millones del rescate? La respuesta, una de las frases preferidas de los
periodistas “El chocolate del Loro” (ay, qué sería del mundo sin poder tirar de
tópico).
En comparación 13 con 21.000 es una minucia, claro, pero, me
pregunto ¿Qué esperaban? ¿Qué hubieran gastado 21.000 millones en tres años
entre 85 personas cuando los gastos que realizaban entraban dentro de lo
perecedero?
Detengan la máquina del automático y pensemos por un momento: 13
millones de euros, que ya es una auténtica barbaridad de dinero, entra, en la
medida de lo posible, dentro de los marcos conceptuales del ser humano. Esto
es, tiene una dimensión humana, como un chalet adosado o un utilitario. Es
aprehensible. Si reducimos la cantidad hasta el que más gastó (500.000 euros
más o menos), esa cantidad es perfectamente inteligible. Con ese dinero podría
vivir dos o tres vidas en mi nivel, sí, pero entiendo que tarde o temprano gozando
como millonario engominado podría dilapidarlo. Da para muchas putas y vino
durante una cantidad de tiempo escandalosa, eso también. En cambio, 21.000
millones escapa al raciocinio humano. Es una escala cosmológica.
13.000 billones de años, que es aproximadamente la edad del
universo, es inimaginable para unos seres como nosotros que vivimos, a lo más,
110 años –y muy pocos llegan hasta allí. La Edad de la Tierra es inconmensurable.
El tiempo que los dinosaurios poblaron Gaia nos supera. Si pudiéramos tener
aprensión de un millón de años, solo de ese pequeño suspiro en la historia del
Todo, la forma en la que comprendemos la física, la biología, la geología y
demás cambiaría por completo. Es una escala que se nos escapa. Por esas
grietas, por esas esquinas no- euclideas entran y salen los monstruos de
Lovecratf; esos dioses ignotos e inefables. Tentaculares y correosos, como la
gomina que chorrea los días de calor de esos engendros que manejan los hilos de
la política casposa en esta nuestra tierra. 12.000 millones de euros es algo
inimaginable. Es pura abstracción. Lo economistas tampoco lo comprenden, solo
se ponen de rodillas y le rezan al Mercado para que la santa iluminación les
saque del pozo de la ininteligibilidad. De vez en cuando se levantan y montan
sectas, con sus propios dogmas, dentro de paradigmas abominables. Pero aunque
manejen las cifras, están en nuestro mismo plano, con las mismas incertidumbres
y miedos. Esperan la llegada de Cthulhu con fervor, pero les tiemblan las
piernas cuando un tentáculo asoma. Y la bolsa se desploma y la gente sufre en
sus carnes el dolor de una abstracción que se hace actante.
Pues bien, cuando saltó este problema de las tarjetas opacas y se
diera cuenta en los Medios en qué habían gastado los dineros de los
contribuyentes, esos que he llamado perecederos, me vino a la cabeza la
película del 1985 Brester’s Millions
que aquí se llamó El gran despilfarro.
Comedia interpretada por Richard Pryor y John Candy (tristemente fallecidos
ambos) y dirigida por Walter Hill. Las críticas fueron terribles y la verdad
que no era gran cosa. Yo la recuerdo de niño y me trae buenas sensaciones: no
me atrevería a verla de nuevo, prefiero dejar los recuerdos como están. Trataba
sobre una especie de jugador de beisbol de cuarta regional (Richard Pryor); un
pobre loser al que no le quedaba nada
para el desahucio y su cuenta corriente parecía sacada de Carpanta. Pero todo
le cambia cuando un familiar lejano y ricachón fallece y le lega su imperio. Sin
embargo, como el tío consideraba que el dinero no da la felicidad sino que hay
que aprender a valorarlo, decide jugar un poco con su familiar: para heredar
los 300 millones de dólares debe primero superar una apuesta consistente en gastar
30 millones en un mes; un millón de dólares por día. La condición es que cuando
llegue el día 30 debe estar exactamente en las mismas condiciones que cuando
comenzó la apuesta, eso es, sin dinero y sin bien alguno de lo que pudo haber
adquirido ese mes. Así pues no puede hacer la trampa de comprar una casa por 30
millones y luego regalarla: debe gastar en cosas perecederas. O sea, en darse
la gran vida. Resulta particularmente extraño pensar que el modo de que uno
valore el dinero es gastando a cascoporro, pero eso debía ser la idea de
moralidad que en la época Reagan corría por los despachos de Hollywood en
cuanto a códigos de conducta ética de brokers
y otras alimañas de Wall Street. Gordon Gekko aprueba esta conducta, sin duda.
Richar Pryor gana la apuesta al final de la película, pero esto era de esperar
y, en realidad, da un poco igual.
La cuestión aquí es que la película pone en primer término lo
difícil que resulta consumir de forma descontrolada. Lo complicado que es
gastar en cosas que no vas a poder conservar. Es un esfuerzo atroz (ejem)
gastar tanto pues se agotan las posibilidades. La escala pasa de lo humano a lo
extraordinario, lo sobrehumano. El posthumanismo es eso comprender que existen
escalas que somos incapaces de manejar –o así podemos inferir de este ejercicio
que Pyor y los 85 delegados de Caja Madrid pudieron aprender de sus peripecias…
Pero no, aquí nadie aprendió algo. En todo caso que si gastaban era porque se
lo merecían. Pues, como todo el mundo sabe es uno de los dos dogmas del capitalismo. ¡Ah! y que la impunidad es algo que debe ser aceptado sin fisuras
por la sociedad si queremos que esto no sea el Caos.
Sea como fuere, el español medio acaba de sufrir otro golpe en el
estómago de los que duelen. Envidia, sin duda, que diría algún neocon
disfrazado de centrista. Claro que nos corroe la envidia, pero también el odio,
el rencor y la indignación. ¿Cómo podían tener la poca vergüenza de pontificar
sobre la austeridad mientras se daban una vida de lujos gracias a nuestro
dinero –mi dinero? ¿Cómo es posible que todos estuvieran en el ajo? ¿Cómo se
puede confiar en las instituciones tras esto?
No se puede. Es imposible. A la sociedad española, ya de por sí un
tanto anarquista, se le van poniendo palos en las ruedas de la bicicleta día sí
y día también. Es un tiempo de juicio y prueba. Las instituciones deben dar
cuenta de que están en una dimensión humana, no que son máquinas de servir a
seres que se creen avatares de los dioses. Deben ser castigados o no sé muy
bien cómo la cordura general va a poder soportar todo lo que está ocurriendo.
Y, desde luego y sobre decirlo, los gobiernos deben poner control para impedir
que esto vuelva a suceder. La sociedad ya ha visto asomar a Yog-Sothoth, el Rey
de Amarillo campa por los despachos del capital, y la locura es el siguiente
nivel del apocalipsis. Como en el cambio climático ya no hay marcha atrás, el
único consuelo que nos puede quedar es que se palien los daños que ya quedarán
marcados para siempre en nuestra historia.
Mientras, las pequeñas criaturas de ojos vacíos alzan su cabeza al
cielo y lanzan gritos, teke-lili! En
sus rotativas siguen diciendo que todo va bien. Como ya sabemos, lo importante
no es la caída, sino el aterrizaje.
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