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Un cuento liberal



Leí hace poco una información en Internet. Era algo tal que así: Una señora de 83 años, vecina de Melbourne, decidió vengarse de los violadores de su nieta. Pilló un revolver y les reventó las pelotas. Tal cual. La policía detuvo a la señora. Esta no se arrepentía de nada y decía que lo volvería hacer. Las autoridades no sabían que hacer con ella, porque como era muy mayor no la podían meter en la cárcel. Además, los lugareños sintieron una profunda empatía por la señora mayor y su valeroso acto: firmaron cientos de peticiones no solo para que no la metieran en la cárcel sino que querían que fuese la alcaldesa de Melbourne. Si desean googlearlo busquen por Abuelita Rambo. Tal cual.

No es necesario un análisis detectivesco profundo para darse cuenta de la incoherencia de la narrativa. La guinda, por supuesto, está en que los habitantes de Melbourne la propusieran como alcaldesa. ¿Quién no quisiera que su ciudad fuese gobernada por una señora de ochenta y tres años que te puede pegar un tiro en las pelotas? Aprende Manuela Carmena. Sorprendían, sin embargo, los comentarios que las personas que, totalmente acríticas con la narrativa, soltaban sobre el asunto. Me gustó uno en especial que decía: “¿Qué queréis que os diga?, ojo por ojo”. Tal cual.

La leyenda urbana suelen servir, al igual que los cuentos populares, como ejemplos de cosas que deben hacerse o deben evitarse. En el caso de la Abuelita Rambo la verdad que no acabo de encontrar la moraleja. Es una historia de venganza al más puro estilo Payback, incluso del mito del justiciero. Parece que está pensada en lugar de para transmitir una idea moral, incluso una advertencia a los delincuentes, como un alivio para el que la lee. En plan, aún existe gente buena en el mundo, pese a que la historia es verdaderamente brutal. Lo que me preocupa son esas personas acríticas que asumen la narrativa como coherente; creo que debería preocuparnos a todos, incluso aunque desees que haya abuelitas revienta-pelotas.

Todo esto me recordó otra historia. Una especie de mito fundacional del carácter liberal. Esto, en realidad, era el punto de partida de la entrada. Recuerdo habérsela escuchado a unos cuantos. En esta es fácil ver la moraleja.

En Buenos Aires vivía un vagabundo. Llevaba habitando las calles unos cuantos años. Nadie sabe de dónde venía: si fue rico o pobre; si tuvo un delirio; si su vida íntima se hizo insoportable; si era un loco. La cuestión está en que este señor tenía su territorio cerca del hospital central de la capital. Allí pudo observar cómo todos los días arrojaban a la basura cientos de radiografías. Un día se le ocurrió recoger unas cuantas; sabe Dios si el motivo fue la curiosidad, el destino o el triunfo de la voluntad. Parece ser que por aquel entonces las placas de las radiografías contenían una pequeñísima cantidad de plata. Ahora esto ya no es así, los métodos para hacer las radiografías son diferentes. Pero en la época de la historia del vagabundo bonaerense se usaba nitrato de plata o algo por el estilo. El vagabundo aprendió que raspando la radio con una navaja que llevaba en el bolsillo podría sustraer la plata. Un fino polvo de 0.005 gr. La cantidad es fundamental para la historia. Pensemos que si fuese mayor todo el mundo lo hubiese hecho, si fuese menor no merecería la pena el esfuerzo. El vagabundo guardo el polvo de plata de todas las radiografías y volvió a por más. Así permaneció más de una año, limando todas y cada una de las radios que el hospital desechaba. De este modo llegó a hacerse rico. Gracias a las imágenes del cáncer, de los huesos rotos, de las vesículas hinchadas, amasó la suficiente masa crítica monetaria para romper el techo de cristal que separa al manso del poderoso.

Como ven, el que no se hace rico es porque no le da la gana.

Cuando veo a un millonario de Qatar, a Amancio Ortega, a los miembros de las juntas de las empresas del Ibex 35, Rato y Blesa, me los imagino comiendo las sobras de las latas de conserva que la gente tiró a la basura, apurando los refrescos de las papeleras, mendigando en Vodafon Sol. Pero después, cuando nadie se lo espera, se deslizan como ninjas hasta el 12 de Octubre. Se cortan las manos con los cristales de los viales de Norotil, Primperan y demás sueros; las agujas usadas les atraviesan hasta el mismísimo sistema nervioso central; se empapan las botas de plasma como el que pisa uvas; tanto esfuerzo solo para ir en busca de El Dorado entre los despojos de la Seguridad Social. Ese pequeño detalle que a l resto  se nos escapó  pero que ante el ojo despierto del prohombre resultaba algo evidente. Ahí, entre los desechos de las enfermedades y cuidados ajenos está la maldita mina de oro.


¿Cómo no nos dimos cuenta? Qué listos fueron ellos y qué tontos nosotros.


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