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Sillón de skay



Hay personas que escarban en lo más profundo de la realidad. En cierto modo no les falta razón para tratar de picar hondo y dedican su vida y esfuerzo a ello: no es nunca un esfuerzo banal aunque sus disputas puedan parecer, en muchos casos, escolásticas. Otros hacen lo que pueden, y otros solo pasan por aquí. Yo estoy en el último grupo. Aunque los tres grupos, en realidad, solo pasan por aquí y la pregunta ¿por cuánto tiempo? nos es trascendente por igual, en mi caso, solo  me queda la pregunta, poco puedo cavar con mis manos.

Hay gente que me dice que estoy obsesionado con el tiempo: tienen razón en parte, estoy obsesionado con el uso y el significado de la palabra, pero difícilmente puedo estar preocupado por algo que ni siquiera sabemos qué es. A lo mejor eso es lo que me turba; tal vez no. Solo hay que ser intuitivo para ver qué puede importarme del tiempo, y todo se relaciona con ¿cuánto queda?

La escatología supone una ayuda considerablemente oportuna para situarnos todos frente al mismo horizonte temporal común del ¿cuánto nos queda? ¿Relatos sobre el Fin de Todos los Tiempos los hay más o menos desde que el mundo es mundo. El poema de Gilgamesh asentó ciertos lugares comunes que otras religiones supieron aprovechar, como la búsqueda de la inmortalidad y, sobre todo, diluvios que nos llevan a todos por delante. Que el diluvio sea un castigo de desobediencia normativa fue un adelanto judaico sustancial con respecto a lo que se cuenta en Gilgamesh. Pero los ejemplos son innumerables.

El Apocalipsis de San Juan es el más conocido en nuestra cultura judaico-católica. Poco místico me pongo si digo que es, en su género, de lo más bello jamás escrito sobre el Fin de Todo. Cuando el Omega llegue, el éxtasis estético será absolutamente deslumbrante. Da ganas de que empieza ya. Pero como todo Apocalipsis, este también tiene trampa. Para empezar, al final ganan los buenos: todo este tinglado, montado como purga, viene a acabar de una vez con el Maligno, figura contra la que Dios tiene cuentas pendientes desde el principio de los tiempos. Cabe recordar que esto de que sea el Demonio el derrotado (o alguna figura quasi-divina), está en cuestión; en ocasiones la Iglesia reconoce que el Mal existe como ente, otras, cuando se ponen nominalistas, dicen que es solo es una forma de hablar. Sea como fuere, tiene trampa: el Juicio Final es, precisamente, eso: un juicio. Los católicos no acaban de comprender cómo encajar el círculo de la muerte con el cuadrado del Juicio Final. Elijan la opción que prefieran de estas dos: a) Mueres y resucitas y te encuentras a San Pedro y, ya sabes lo que va después.  B) mueres y esperas eones hasta que las fuerzas divinas consideren oportuno comenzar con el Apocalipsis. Ahí se produce la resurrección de los muertos. Nunca antes. En fin, el Apocalipsis no es el fin de todo, solo el de la Historia, de esta historia, la de la vida en la Tierra: el libro de las Revelaciones solo es otro canto al fin de la historia, como pudo haber sido el de Malthus, Hegel o Francias Fukuyama –vaya tripla de gente que he asociado con total impunidad.

El Apocalipsis cristiano es cool y muy estético. Es tan materialista que dan ganas de creerlo y, en días de sol como hoy, apetece que comiencen a sonar trompetas. Total, para lo que me queda por hacer.

Tendría yo pocos años, tal vez diez u once, no creo que más. Era verano y pasaba unos días en el matadero de las ganas de vivir que era la casa de mi abuela en el inefable Los Yébenes (Toledo, Spain). La gente de los pueblos de Toledo, como lo era mi abuela y lo sigue siendo mis padres, tienen alguna que otra excentricidad propia no de la ignorancia o la incultura (sería muy injusto acusarles de eso y, por otra parte, me deja a mí en una situación episcopal un tanto desagradable) sino de la renuncia y del ascetismo propio al que se vio sometido Toledo tras la Guerra Civil. Lo que jodieron la psique de esta gente sí que no tiene perdón de Dios. Espero que los falangistas ardan todos en el infierno. Algún día a lo mejor hablo sobre qué se dedicaban a hacer cuando la matanza entre españoles hubo acabado.

El caso es que este ascetismo hinduista y un espartanismo mal entendido llevaba a que se proveyeran las habitaciones con sillones de skay, creo que la peor elección si uno pretende estar cómodo y seco en una habitación en pleno verano. Cuando un cuerpo sudado se despega de un sillón de skay te sientes como una magdalena a la que le quitan el soporte. De niño miraba al sillón para comprobar si una parte de mi piel se había arrancado en el proceso. Zenón de Citio, el estoico, hubiera hecho buen lugar para predicar en Los Yébenes. Pegado al skay, sudando y esperando que toda la familia se levantase de la siesta (que espero que alguno de ellos aprovechase para follar, porque poco sentido tiene la maldita siesta en el los malditos Montes de Toledo, es lo más parecido a hibernar esperando que se vaya el sol), disfruté de un maravilloso programa de misterios del tipo de Iker Jimenez, en el que cada semana se tocaba un palo diferente. Monotemáticos, el presentador (no sé si Martin Landau, no lo ubico) nos introducía en un insondable misterio para, sencillamente, meter miedo y no explicar nada. Esa semana tocó Nostradamus, un clásico del misterio.

Recuerdo que el presentador dijo: “Nostradamus nunca se atrevió a dar una fecha exacta de cuándo sucederían las cosas que pronosticaba. Excepto una vez: para el Fin del Mundo. Será en 1999”. Bueno, se pueden imaginar el shock que supone para un niño que le digan que su destino está sellado en solo diez años más. Podría decirse que el mundo no se acabó en el 1999 (aunque esto está en cuestión), pero sí que, al menos, parece que sigo aquí en tanto que no se dio el Cataclismo Universal que, según este programa, Nostradamus se atrevió a pronosticar. El mago de la adivinación, el programa y cientos de gilipollas que dan fechas del fin del mundo (o valientes, según se vea) fallaron. El mundo sigue, pese a que muchos ya se hayan ido. En esto del fin del mundo parece que solo nos queda el solipsismo.

Pero yo sé que no es del todo así. El Apocalipsis es algo gradual. Sucede poco a poco, gota a gota hasta el desbordamiento. Todos lo habéis notado alguna vez. No se trata de que haya señales que indiquen que va a pasar –el ganado con tres cabezas o que aumentan los asesinatos rituales, eso son pavadas. Sino que va poco a poco, sin prisa.  El problema de ir sin prisa es que parece el efecto de una gota de tinte en un vaso de agua, tiene difícil el que se revierta la situación pero tarda en mancharlo todo. Por otra parte, la analogía del agua y la tintura no hace justicia a esos pequeños instrumentos del apocalipsis diario. De hecho, los diarios son una muestra del apocalipsis y no su contenido.

Entre las herramientas del mal radical no estaba el señor Landau (si es que fue él) o Nostradamus, Sadam Hussein o el Papa Negro. No. Una sutil pero eficaz muestra de ello fueron los sillones de skay. La causación entre el desespero y la formación de una creencia fuerte como que el fin del mundo sería en el 1999 no se dio en exclusiva por el discurso de Landau, por mi mente infantil que daba crebilidad al cuento del presentador o a que a cincuenta metros de donde vivía mi abuela estuviese la taxidermia Juan Garóz. No, de eso nada. Ahí se produjo un fenómeno holístico de conectivismo entre partes para generar un efecto. Y el potro de tortura del skay fue la condición que engarzó hábilmente todas las partes de aquel puzzle. El Apocalipsis iba a ser posible porque me estaba dejando la piel en un horrible sillón de skay.

Días después, durante una de las cenas familiares con mis padres y abuelos (muy parecido a los funerales en los que he estado presente) me fijé que algo raro había entre la tortilla que mi abuela había preparado. Como cositas negras. La tortilla estaba llena de hormigas muertas. Toda la familia seguía comiendo como si nada, les daba igual. Yo se los hice saber con bastante asco. Sí, las hormigas se pueden comer y son todo proteína, pero ¿era necesario seguir? Lo peor no fue que hubiera hormigas muertas en la comida, sino el desprecio con el que todos me miraron como si estuviera loco. El skay me arrancaba el culo, cenaba hormigas y mi familia me daba a entender que estaba como un cencerro por despreciar la comida (“cómo se nota que no has pasado hambre”, decían). Sobra añadir que siguieron comiendo, y rebañaron el plato.

Sí, el Apocalipsis había llegado ya en el 1989. Pero no iba sobre un caballo blanco cuyo nombre era Muerte y todo el Infierno lo seguía. Era menos bello y estético, y más cotidiano y terrorífico.



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