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De Las Poéticas Lisérgicas y Resistencia.

"I saw the best minds of my generation destroyed by

madness, starving hysterical naked…"

Hace unas semanas, tenía una discusión con una conocida sobre ciertos temas trillados. Esos temas que cuando se dan con personas que, en apariencia, tienen una perspectiva como la tuya ante la vida, no suponen un obstáculo para continuar la velada con tranquilidad. Se presupone, de antemano, que todos los asistentes van a opinar lo mismo que tú. Habría que preguntarse si esas conversaciones se ponen en práctica como ejercicio de autoafirmación o con verdadera intención de ser discutido. Sea como fuere, el discurso de mi conocida giró, esperando nuestra aquiescencia, sobre lo poco resistente que era la juventud antes las formas de poder en las que la única forma de protesta para ellos parecía darse con el botellón. En la conversación, claro, no apareció la idea de resistencia, sino la de qué en este país solo nos movemos para beber, como si eso fuese algo nuevo o como si, acaso, tuviese alguna trascendencia. Faltó añadir y solo hacemos manifestaciones si nos quitan en fútbol. Todos sabemos ya que este tipo de enunciados se han convertido en parte del vocabulario de los axiomas populares.

Sin embargo, debía sentirme envalentonado por mi reciente y humillante derrota en un juego de tablero –la cuál ahora no viene al caso –y la bebida que se asentaba como nómada entre los capilares de mi cerebro (y que era el tema de discusión, por otra parte) que me dio por pensar en dichos axiomas, y lo que es peor, por verbalizarlos. Mi posición podía resumirse en que la culpa, si es que la había, de ese tipo de comportamientos la teníamos nosotros, la sociedad –como entelequia a la que culpar –y en particular los jóvenes que entramos en la mediana edad, como los que allí discutíamos. Principalmente porque ese tipo de comportamientos, que mi conocida recriminaba, habían sido promovidos y perpetuados desde nuestra ya añorada juventud. No inventamos la rueda, pero la hicimos girar. Y aunque en verdad no hay motivo para pensar que se está realizando un acto de resistencia con un litro en la mano y un motxo en la otra identifiqué el espacio del botellón con uno de los pocos espacios de lucha y resistencia de la juventud. Reconozco que, a parte de mis lecturas, creo que en aquel momento operaba en mí el video de Reflexiones de Repronto en el que se hablaba sobre el tema. Dadas las circunstancias sociales, los jóvenes de clase media que habíamos sido educados en los noventa neoliberales poco espacio de recogimiento, lucha o protesta puede quedarnos, a lo que añadía ¿luchar por qué? o mejor ¿por quién? Para situar el contexto, mi diligente contertulia, dirigía sus veladas críticas a la gestión del PSOE y en concreto al gobierno de Zapatero. Lo que sus palabras querían decir es: ¿cómo es posible que la gente esté bebiendo en vez de protestando contra Zapatero dada la crisis? Además, no se trataba tanto de pobreza como de pauperismo espiritual, sospecho.

No la culpo por la pregunta, y puedo entender perfectamente su enojo hacia el presidente. Todos andamos un poco cabreados con él desde hace mucho. ¿Sin embargo, qué tiene que ver el hacer botellón con la indiferencia?

Pasado algún tiempo de la discusión –necesario siempre para la reflexión –y después de hojear con autentica delicia un libro que ha caído en mis manos gracias a F. Broncano, el debate ha vuelto a repiquetear en mi cabeza. Me refiero a Letras arrebatadas de Germán Labrador Méndez profesor de Literatura en Princeton, posición que alcanzó con un primer tratamiento de este texto, bello intenso e inmenso, de una lectura que me produce auténtica envidia –de la mala, ojo –teniendo en cuenta mis siempre presentes pretensiones de haber sido algo así como un escritor –como si escribir fuese una profesión. Un trabajo de grado que Germán llevó a cabo en su transición entre el lugar del estudiante y el docente que debería hacernos plantear el nivel de excelencia que tendríamos que exigirnos aquellos que presumimos de hacer crítica sobre la cultura –que no exclusivamente de productos culturales. El texto de Germán gira en torno a las voces silenciadas de la literatura española que cayeron en aquello que denomina literatura drogada. Esto es, entre otras cosas, aquello que tomaron la posición estética, política, social y cultural de abrazar las drogas como contradiscurso durante los procelosos años del tardofranquismo y la transición democrática. Los fantasmas de la poesía heroica suscitada por la heroína o la cocaína se dan las manos con los vapores etílicos de los cónclaves en los que se daban forma a los discursos hegemónicos y los pactos sociales. Germán, aunque creo que habría que preguntárselo a él, es de aquello que sostienen que deberíamos empezar a cuestionar a nuestros mayores qué es lo que estuvieron haciendo durante la transición. Envidio de Germán su prosa y su autoridad de pleno derecho en un área teniendo en cuenta que ambos pertenecemos a la misma quinta; ambos vivimos el pressing catch y las mamachichos y ahora asumimos como artefacto cultural la nostalgia postmoderna por los mundiales del 78 y las camisetas de Naranjito. Es posible que él anduviera coleccionado ya poesía maldita, en lugar de aguantar hasta las seis de la mañana (en un verano que recuerdo calurosísimo) al combate decisivo entre Poli Díaz y Pernell Whitaker, malditos bastardos ambos y momento de infausto recuerdo.

No creo que se vaya demasiado el tema cuando aludo a nuestra conexión epocal, que no cultural me temo, entre Germán y Yo. Nosotros, los que en los noventa descubrimos a Nirvana siendo unos preadolescentes, fuimos educados desde posiciones que aceptaron los discursos de bonanza y desconfianza ante la cultura en cualquiera de sus formas, principalmente la que podía adquirirse en centros de formación educacional. De este modo era necesario hacer la EGB y el BUP pero inútil cursar una carrera. El discurso hegemónico hacia deficiente cualquier posición resistente, puesto que ¿contra qué debíamos resistir cuando todo iba bien? España va bien, nos dijo Aznar y muchos le creyeron. Sin embargo, puede ser que fuese una falsa apreciación, pero aquellos que hacíamos el botellón no encontrábamos que esto donde vivíamos fuese bien. No todos, claro, siempre en los grupos hay actitudes que adoptan las posiciones hegemónicas bien adoctrinados, pero incluso en ellos, los que se posicionasen con el discurso del poder, la preocupación era constante. ¿Tensión fin de siglo? Qué se yo. El caso era que nuestros contradiscursos surgían de esos espacios dialógicos que era el parque de turno donde nos reuníamos en torno a unas bebidas. Después íbamos a las discotequés y a los baretos, pero allí ya no se iba a hablar: el objetivo era más mundano y se resumía a la búsqueda o perpetuación de los intercambios sexuales. Pillar cacho, vamos. Los botellones eran nuestra única posibilidad de enfrentarnos argumentaciones plurales e interdisciplinares. No sé si Foucault los hubiese tenido en cuenta, pero eran una forma de resistencia ante las políticas discursivas del poder. Allí se cuestionaba cualquier cosa, desde la Historia hasta la música, pasando por Dios y la política. Puede discutirse que fuese una forma pobre de resistencia, pero lo era, puesto que se daba por sentado que aquello que nos pasábamos de mano en mano, entre otras cosas, no estaba bien visto.

Mi contertulia hubiera explicitado que si bien hablábamos mucho hacíamos bien poco. Bueno, creo que es evidente que nuestras discusiones no nos llevaban a ningún mitin, ni a cuidar a enfermos o, ni siquiera, a prácticas locales de mejora de la ciudad, en ese puede que tenga razón. Pero, me temo, mi amiga no entiende que no hay una única forma de ejercer resistencias antes los discursos hegemónicos. Una de ellas, como bien describe Germán Labrador, se dieron a través de las drogas y la literatura. Espacios marginal, desoídos que fueron estigmatizados sistemáticamente en mor de la limpieza bioética de las posturas oficialistas. Mi crítica, quiero que se entienda, no es sobre el poder: el panóptico de Foucault hay que tomarse menos en serio que su autor, ya han pasado muchos años y cerraron Carabanchel hace tiempo. Tampoco que se piense que hago una apología de la lisergia y del alcoholismo como sublimación de las pulsiones revolucionarias o del escapismo, aunque pueda respetarlas. Simplemente afirmo que las formas de resistencias son tan variadas como los discursos que se opongan a las maneras de ordenar lo que sucedió como si aquello hubiese sido necesario y unívoco, grabados en piedra. A mí, muchas de esas discusiones me formaron como persona, me dejaron entrever otros discursos y ser coparticipes de ellos. Nos formamos en discursos banales tal vez, pero performativos.

El desencanto también es una forma de resistencia, solo que es canto callado. La transparencia que Internet nos está brindando puede darnos una oportunidad de desnudarnos en un ejercicio de afirmación del Yo pocas veces visto, y esto también es una forma de resistencia. Resistirnos a ser integrados en un nosotros hegemónico en el que ni queremos ni nos sentimos representados.

Ya no sé por qué motivo hacen los jóvenes el botellón ahora. Nosotros lo hacíamos porque salía más barato que beber en un bar y esto es una explicación tan racional como otra cualquiera. Solo espero que al menos se sigan dando prácticas discursivas en las que se cuestione los discursos hegemónicos, aunque sean absurdos balbuceos desarticulados y que, dentro de unos años, sean conscientes de que sus actos también fueron aullidos ahogados de resistencia olvidada.

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