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Insectos En Ámbar y Educación

Pasé muchas horas en los pasillos de mi instituto de lo que antes se conocía como Bachillerato. En las paredes de aquellos estrechos espacios colgaban junto al gotelé carteles que parecían fabricados exclusivamente para los centros de enseñanza de principios de los noventa. He visto cientos de ellos en distintos lugares. Se alojaba en mi memoria, en particular, uno en el que podía verse una toma desde el aire de un castillo alemán; uno de esos que aparecen en las películas de guerra, imaginarios del colectivo, que sugieren experimentos secretos, mutantes supernazis y oscuras mazmorras de las que el héroe americano trata de escapar. El cartel rezaba escuetamente Alemania. Años después vuelvo a encontrarme con el mismo cartel, en el mismo instituto. Lo sé porque ayer lo toqué, pude sentir las texturas del papel, busqué su fecha de impresión, el copyright de la foto en alguna esquina: 1990. No cabe duda, era el mismo cartel, en el mismo instituto, sobre una mesa como el cadaver de la memoria histórica, casi catorce años después de que lo viese por primera vez cuando aún era un niño.

Por motivos que no vienen al caso tuve que volver al instituto donde cursé mis correspondientes cuatro años de bachillerato. Además, volvía convertido en profesor, o algo por el estilo –es lo que tiene el limbo, la indefinición. Al principio pensé que sería interesante y cierta morriña combinada con una especie de pulsión de vitoria se habían apoderado de mí. Las expectativas a veces están por encima de lo que uno va a encontrarse. Volvía con la misión de hablar sobre la identidad y la memoria a unos profesores de instituto que saben mejor que yo, sin duda, lo que es dar clase en un instituto. Pero allí no encontré un instituto sino un insecto en ámbar.

Demasiadas preguntas absurdas sin respuesta.

La puerta principal aún conserva las letras IB de Instituto de Bachillerato, como si se tratase de un viejo dinosaurio que se resistiese al hecho de que el bachillerato se había extinguido hace más de diez años. ¿Por qué nadie se ha molestado en cambiarlas? Pero no era lo único: las papeleras, las cortinas, las muescas en las mesas, las mesas en sí, los cristales, los urinarios, los azulejos, los sillones de la sala de profesores, todo, absolutamente todo seguía igual. Si no fuese porque los gatos suelen tener una vida corta hubiera supuesto que el que encontré en la tal-como-la-dejé cancha de baloncesto era el mismo felino de hace catorce años. El cual, dicho sea de paso, no dejó de observarme mientras yo trataba de dilucidar si me había quedado dormido o si había viajado en el tiempo como el héroe de La Jetée.

Volvía allí a hablar de memoria, pero no necesitaba rememorar, todo estaba allí tal y como lo dejé. Adiviné que el tiempo había pasado y que no deliraba gracias a una placa situada en un lugar privilegiado de la paupérrima vitrina de trofeos. Una placa que afirmaba que el grupo de teatro al que pertenecí había sido finalista de un certamen en el 1995. La placa estaba desgastada por el no-uso y el mal material con el que se confeccinó se consumía poco a poco silencioso, junto a otros finalistas –nunca ganadores. Dentro de diez años no se podrá leer lo que allí está grabado; seremos por fin del todo olvidados.

Llega a un grado tal el absurdo que el asfaltado tiene las mismas grietas de hace catorce años, ni más ni menos. Al menos me alegró saber que los profesores sí envejecieron, se me antojó problemático y siniestro que se hubieran conducido de un modo inhumano. Mas teniendo en cuenta que en cierto modo así se comportaban con los alumnos en su día: crearon una generación entera descreída y con la autoestima por los suelos. Demasiadas carreras destrozadas por una demanda de excelencia que ellos no eran capaces siquiera de cumplir. Pese a esto, vayan mi respeto por todos los que dan clase en instituto público o privados: yo no podría hacerlo, me falta voluntad y agallas.

La sorpresa mayúscula, como he dicho, llegó al reencontrarme con el cártel del castillo alemán: ¿cómo era posible que nadie lo hubiera tirado ya? ¿a qué esperaban para hacerlo? Entonces lo vi claro: se había derramado del cielo una titánica gota de ámbar sobre el edificio. El tiempo era un concepto sinsentido en aquel espacio. Todos los demás, lo humano, había seguido creciendo y, sin embargo, el edificio se resistía a sumir las leyes de la termodinámica con una resistencia feroz. Como un insecto feo y escuálido al que le hubiese llovido un torrente de atemporalidad, el instituto estaba encerrado en sí mismo; un vestigio de una época en la que una joven democracia trataba de abrirse paso entre los estamentos tardofranquistas. Caduca como la espada del Cid, obsoleta como un aguador, el edificio se yergue a las afueras del pueblo como el primer (o el último) bastión de la (des)educación pública.

Era la antítesis de la Bizancio de Yeats. Un lugar donde los pájaros no cantan, donde todo el oro está deslucido y el oxido reina en privilegiados tronos. Este sí es un país para lo viejo. La isla de los muertos de Böcklin, la última morada del deshonor.

Sin embargo el gato sigue por allí, y, sin duda, ronda con dulces caricias a excelsas damas y señores de Bizancio.

«O sages standing in God's holy fire
As in the gold mosaic of a wall,
Come from the holy fire, perne in a gyre,
And be the singing-masters of my soul.
Consume my heart away; sick with desire
And fastened to a dying animal
It knows not what it is; and gather me
Into the artifice of eternity.
»

-Sailing to Byzantium.

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