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Shoah



Después de un agitado viaje en tren de nueve horas y media se llega al final de Shoah de Claude Lanzmann. En la última escena, entre el horror y la épica (lo sublime, tal vez), se haya uno de los pocos supervivientes del ghetto de Varsovia, cuando, tras realizar una incursión nocturna en busca de los restantes miembros de la resistencia, se percibe a sí mismo como el último judío vivo, y, por un momento, acaricia la idea de abandonarse allí y esperar a que los nazis vengan por él. Para que le ofrezcan el mismo destino que sus compañeros.

Nueve horas y media de un titánico esfuerzo por representar el horror del exterminio judío en aquellos lager. Sobivor, Chejno, Auschwitz-Birkenau, Belzec, Treblinka, Majdanek se rescatan de un premeditado olvido para traerlos a nuestro presente, para vergüenza de ciertos conceptos universales de humanidad que la modernidad europea presentó como estandarte de progreso. Estos nombres significaban la muerte. ¿Pretende Lanzmann que estos nombres sigan significando muerte a pesar de que sean solo piedras derruidas, museos o borrosos episodios de las memorias de los supervivientes?

Sin pretensión demagoga cabe preguntarse si esta fue la única shoah de la humanidad o si, simplemente fue cuantitativamente peor que otras que se habían producido o que se producirían con el tiempo (como la despiadada guerra entre Hutus y Tutsis o las matanzas en los balcanes). La respuesta lejos de ser simple se escapa de las limitadas capacidades intelectuales del que aquí escribe. Pese a ello debemos entender que el exterminio judío fue único en esencia (no hay dos exterminios iguales, claro) pero fue innovador en cómo se produjo y, sobre todo, dónde se produjo. ¿Cómo? Con la frialdad y absoluta precisión de una maquinaria bien engrasada la solución final fue capaz de poner fin, como ejemplo, a 12.000 personas por semana en el lager de Treblinka. Con la rutinaria desgana del que maneja animales de granja, los burócratas nazis inauguraron una nueva forma de poner fin a un objetivo concreto. Se aplicó la razón para maximizar el exterminio. Algo que, hasta donde puedo llegar, era absolutamente nuevo. ¿Dónde? Europa, en su mismo corazón: Polonia (lugar que quedo judenrein, en su práctica totalidad). Hitler se atrevió a hacer aquello que la propia Europa estuvo llevando a cabo a su manera en otros lugares del planeta como China, la India o Estados Unidos.

Es ahí donde cabe la matización. El genocidio judío no fue el primero, ni siquiera el primero del mundo. Lo que supera en horror a los otros pudiera ser su carácter cuantitativo y, sobre todo, la perfecta y terrible organización al respecto que llevaron a cabo los nazis. Estos querían y tenían la voluntad de acabar con todos los judíos, pero no por el territorio, o porque los exterminaban como consecuencia de su condición de esclavos… No; se pretendía matar a todos y cada uno de ellos solo por ser judíos.

Si bien el horror de la shoah es indescriptible como totalidad (que no irrepresentable o de la que se le deba el silencio) la preeminencia de ésta deslució en cierto modo a sus precedentes. Así, hemos olvidado en cierto modo las matanzas que Ataturk organizo contra los armenios, las masacres contra toda forma indígena en América o el primer gran exterminio del siglo XX, la que se da en la colonia belga del Congo.

La ventaja, aunque este término sea un poco arriesgado, que pudiera tener el exterminio judío radica en que sus supervivientes, aun a duras penas, han podido contar de primera mano sus vivencias como testigos directos (verdugos y víctimas en esa zona gris que diría Primo Levi). Su voz, más tarde que temprano, logró ser escuchada pese a los múltiples tabúes levantados alrededor del acontecimiento. Sin embargo, en el caso del Congo han tenido que ser los historiadores, periodistas, antropólogos u otro tipo de testigos directos blancos los que han narrado el exterminio sistemático de los negros del Congo cuando esta era el patio de recreo del rey Leopoldo II de todos los belgas. El cual, como suele pasar con los reyes y sus colonias, nunca pisó África.

El Congo de Leopoldo, el mismo Congo de los oscuros corazones de Conrad, fue el mayor proveedor de caucho para Europa. A principios de siglo, el caucho, para entendernos, era lo más parecido al petróleo. De hecho, en el Congo, entre sus colonizadores y explotadores se usaba como moneda de cambio. El Congo está maldito, siempre lo he dicho: es un país que está repleto de materiales de gran valor mercantil las cuales, además, son la materia necesaria del momento histórico (caucho, diamante, coltán, etc.) lo que le convierte en una zona caliente de intereses comerciales. No es de extrañar que desde que los portugueses ponen el pie allí alrededor del siglo XVI haya sido una y otra vez devastada por guerras internas que responden a intereses externos. En el XIX y principio del XX se paseaban por allá delincuentes con ropas de paramilitares a cargo de la monarquía belga como el miserable León Rom o Guillaume Von Kerckhoven, figuras que pudieron servir de inspiración a Joseph Conrad para el personaje de Kurtz –aunque, tendríamos que tener en cuenta, que Kurtz era una verdadero pedazo de pan comparado con estos sujetos. Estos soldados llevaron a cabo las mayores tropelías que uno pueda imaginar, difícil el hacerlo por otra parte (como difícil es imaginar el horror de la cámara de gas).

Allí en el Congo pudieron morir entre tres o cuatro millones de congoleños (algunos calculan más de diez millones, pero es posible que sea un tanto exagerado, ¿o no?). No fueron exterminados sistemáticamente como a los judíos, ni como plan estratégico o programa político; fueron asesinados por la terrible máquina del imperialismo capitalista y los caprichos de aquel rey belga que quería tener su propia colonia como los demás niños de la futura Sociedad de Naciones. No fueron exactamente exterminados por negros, sin embargo murieron como negros según los parámetros del imperialista: como bestias y no como humanos.

Demasiados horrores para narrar. Las mutilaciones forzosas de miembros sea, tal vez, la más espectacular. Brazos cortados solo por el mero hecho de cortarlos o, como sucedía, manera de justificar el gasto de una bala. ¿Cómo? Sí, así es: si un soldado mataba por el motivo que fuese a un negro debía cortarle el brazo para justificar el gasto de la bala, de este modo el dinero de la misma sería reembolsado. Se pueden uno imaginar que alguno de estos delincuentes cortase brazos solo para que le pagaran balas que no había gastado. Allí, como en los lagers no había warum? alguno como descubrió Primo Levi. Allí solo reinaba la muerte, el desprecio y la arbitrariedad del que se ve superior.

Adam Hochschild escribió al respecto El fantasma del rey Leopoldo (2002, Península), una magnífica recopilación crítica de los hechos que se dieron en esta primera Shoah del siglo XX, antes de que las naciones europeas comenzaran a matarse entre ellas, tal vez cansadas de exterminar a enemigos demasiado fáciles. Un relato blanco sobre el horror que los negros tuvieron que soportar como si de una merecida plaga bíblica se tratase, la mirada descolonialista que da cierta presencia a la víctima negra olvidada. Otra de las muchas cosas por las que sentir una infinita vergüenza y pesadumbre por el ser humano, pese a que creamos que poco o nada tuviéramos que ver con aquello.

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