Tassotti
Jean Amèry tuvo la horrible y transparente experiencia de decirse
a sí mismo que había perdido la confianza en el mundo en el momento en el que
su torturador nazi le soltó una buena hostia. Sería la primera, por desgracia, de
muchas más aberraciones. Esa expresión “perdida de confianza en el mundo” es
bastante popular en algunas áreas de la filosofía entre las que se encuentra,
como es de esperar, la Ética y la literatura sobre el perdón o el testimonio.
No soy experto en el concepto, pero viene a ser esa destrucción absoluta que se
tiene por los otros como iguales. Anular el mundo como algo en el que se da unas
leyes de reciprocidad que son aplicadas por el bien común y que se dan por
sentadas muchas veces de forma tácita. No estoy muy seguro si en un sentido
kantiano, la verdad, pero sí viene a ser algo así como que cuento con que mi
panadero habitual no me va a denunciar a la policía política para ser masacrado
o que no me va a torturar. Aunque sea incapaz de ofrecer una verdadera
propuesta sobre lo que Amèry quería decir, perder la confianza en el mundo no
implica que el que te atiende en el banco te la juegue y tu pienses “es que ya
no se puede confiar en nadie”. Desde luego, la expresión implica algo más profundo
que establece unos vínculos entre todos los seres humanos en los que nos
reconocemos como tales los unos a los otros. Si alguien es capaz de torturar a
alguien, creo que podría decir Amèry, es que el mundo está podrido y, añadiría,
ese ser que hace tanto daño jamás debería ser perdonado.
No tengo nada que decir sobre la propuesta de Amèry. Se le ha
llamado resentido (posiblemente con razón). Los defensores de otras posiciones
un tanto más enfocadas no sé si al perdón pero sí hacia una visión del mundo no
tan catastrofista fueron calificadas por Amèry con palabras poco amables, como sucedió
su enfrentamiento con Primo Levy.
Como podrá observarse, estamos hablando de palabras mayores:
Holocausto, Genocidio, Violación de Derechos Humanos, Barbarie, etc. Insisto,
si tu pareja te engaña no pierdes la confianza en el mundo, ni si tu padre te
pega una hostia. Améry piensa que toca
aquellos hilos invisibles que nos conectan, donde lo individual es menos
relevante que esa macro estructuras de relaciones.
Sigo sin tener nada que objetar. Sin embargo, yo, que últimamente
estoy tratando de entender qué es eso del sentido común, suelo trasladar esos
macro conceptos tan trascendentes a la cotidianeidad del día a día. Si bien la
hostia de tu padre no hace que pierdas la confianza en el mundo, ¿podemos
hablar de esa pérdida por desfonde? Recordemos que Amèry señala a su torturador
como esa piedra de toque. Yo hablo de una serie de acontecimientos que se
concatenan de tal forma que el sentido global de todos los sucesos te llevan a
pensar algo muy parecido a lo que Amèry sostiene. ¿Es posible perder así la
confianza en el mundo? Posiblemente no, claro. Sin embargo, a través de un
ejemplo trataré de defender cierta idea deflacionaria sobre la pérdida de
confianza en el mundo.
Ahora voy a hablar del día en que perdí la confianza en el mundo.
La anécdota es trivial. Aquí las cosas no acaban con un bang, sino en silencio.
Era sábado de finales de junio. Como en el momento en el que
escribo esto, hacia bastante calor. Tenía catorce años más o menos. Ese día
jugaba la selección española contra Italia en el mundial de USA 1994. Había
quedado con unas personas en un local donde nos reuníamos a jugar al rol. Llevaba
poco tiempo en el club, me gustaban esas cosas de contar historias, que es
jugar al rol; me siguen gustando contar historias, siempre lo digo porque me
frustró no poder hacerlo en su día. En aquel momento el rol tenía mala fama
–todo el mundo recuerda el caso porque la televisión trató aquello de un modo
terrible y amarillista. Mi madre, desconfiaba del asunto, pero también
desconfía de todo (en un sentido que no es el de Amèry sino el de una señora de
pueblo). El background es necesario. La secuencia de acontecimientos es como
sigue.
Mi intención esa tarde era ver ir al club de rol a ver el partido
en una tele grande (estaba en un centro social y contábamos con un monitor de
tamaño considerable). No soy una persona de muchos amigos, nunca lo he sido
(ahora menos) pero tenía esta cosa del adolescente de sentirse arropado dentro
del grupo. Así que decidí ir y después ver la segunda parte en casa, o algo por
el estilo. Antes de salir, mi madre me da un billete de mil pesetas para que
compre helados para ella, para mi y mi hermana. Les digo que voy a tardar. Ok,
todo ok. Salgo de casa y a unos escasos cincuenta metros unos tipos comienzan a
seguirme. El lugar donde vivo no es especialmente peligroso, pero entre
mediados de los ochenta y los noventa el problema de la droga era bastante
relevante. Muchas familias perdieron a sus hijos por aquí. Los dos sujetos que
me seguían eran dos yonkis en busca de pasta.
Como moscas al desperdicio supusieron que yo era presa fácil dada
mi edad y complexión física y que del bolsillo de mi chándal sonaba algo
metálico que parecía dinero. En realidad eran mis llaves de casa. Así que, en
un momento dado, uno de ellos camina a mi altura y empieza a pedirme dinero de
forma un tanto agresiva con esta jerga del yonkie en el que siempre hay un
autobús que tiene que coger o un coche que se le ha roto. Yo le doy largas pues
sé que si aguanto otros cien metros llego hasta el centro social. Sin embargo,
el tipo es más listo que yo y sabe que tiene que cerrarme el paso y continúa
con su acoso. En ese momento veo a una de las personas del club. ¡Salvado! No
tengo mucha confianza con el tipo pero recuerdo su nombre, es mayor que yo y
podrá sacarme de esta. Comienzo a gritar su nombre, él me mira desde la
distancia. Agito la mano. Estoy seguro de que me reconoce pero gira la cabeza y
sigue andando. El yonkie, que teme perder la presa, decide que esto se acaba
ahí, Me saca la navaja y me la pone a la altura del abdomen, justo donde un
pastor alemán me mordió de pequeño.
No te quiero hacer daño, me dice. Yo no quiero que me lo haga y
como sé que mis piernas no me responden, le doy el dinero y los dos yonkies se
van. Entré en el centro social totalmente blanco. Estaba lleno de gente. Lo primero
que hago es decirle al tipo que me ignoró que por qué lo hizo. El chico era
buena gente pero la respuesta es confusa. Básicamente no sabía qué estaba
pasando o algo por el estilo. No me reconoció. Es igual. Como ando en estado de
shock no sé muy bien qué hacer. Así que espero un rato allí y luego vuelvo
deprisa a casa.
Les cuento el asunto a mi familia. Unos yonkis me han atracado a
punta de navaja y me han quitado el dinero. Nadie me cree. Nadie. Ni uno solo
de ellos. Sugieren que es incoherente que no volviera antes. Mi madre da por
supuesto que el dinero se lo he dado a esa gente del club de rol. Recibo una
lluvia de insultos y de descredito tan humillante que resulta insoportable. A
día de hoy ellos lo han olvidado.
Después de todo este asunto vino el partido. Los que tengáis una
edad y lo vivierais ya sabéis cómo fue la cosa. Estos robos clásicos de los
partidos de España. Una selección mediocre dirigida por Clemente es capaz de
poner en jaque a Italia, bastante superior, con un gol tempranero. Clemente,
que se creía italiano, le juega con su estilo: defender el resultado. En la
segunda parte Baggio nos mete un gol. El equipo reacciona y una jugada de
milagro Julio Salinas se queda solo ante el portero y falla. Increíble. Al rato
nos cuelan el segundo (inciso, puede que no fuese Baggio el del primer gol,
pero sí el del segundo). Comienza la
épica, un clásico olvidado del deporte español. Es en el tiempo de descuento
cuando Tassotti le arrea un codazo a Luis Enrique en la cara y le rompe la nariz.
Sangra como un cerdo y se queja, se queja y se queja de que no piten penalti.
Tangana. Todo el mundo se vuelve loco. Era penalti, era penalti. Sí, lo era. No
se pitó e Italia gana. Merecidamente. La imagen que queda es la de un Luis
Enrique manchando la camiseta blanca del segundo uniforme de España. Era lo más
parecido a Hastings, pero sin gente muerta y sin trascendencia. Jugaron como nunca
y perdieron como siempre, se dijo.
Después de eso me encerré a oscuras en mi habitación con los
cascos puestos y estuve toda el resto de la tarde hasta la cena llorando. Pocas
veces me he sentido tan solo. Recuerdo que pusieron Don’t give up de Peter Gabriel y Kate Bush. El pinchadiscos supongo
que lo hizo por la derrota de España, pero no se refirió a ella. La imagen está
entre lo patético y la postal de lo ñoño. Es como una serie mala en la que
ponen música para enfatizar lo que sucede. Una estampa posmoderna. Un
adolescente llorando en su habitación porque nadie le entiende, y suena de
fondo esa canción de Gabriel. No la compro. Eso no pasa en la vida real.
Lo que más me duele de todo esto fue que nadie me creyese. De que
tu familia te mire a los ojos y piense que les estás engañando con una lógica
tan retorcida que te hace cuestionarte si en realidad te ha pasó aquello que
acabas de contarles. Nunca se lo he perdonado y jamás lo haré. Desde entonces
pienso que cualquiera es capaz de cualquier cosa, que no hay barreras en este
sentido.
Como dije, el ejemplo es trivial pero creo que señala la escala
entre lo macro y lo micro en este tipo de circunstancias. Tal vez no. Tal vez
solo quería contarlo y me busqué una escusa en Améry. Dejé de creer en lo que
digo ese día, porque si las personas que se supone que más quieres son
incapaces de creer en tu relato ¿quién va a hacerlo?
Y ese fue el día en que perdí la confianza en el mundo.
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