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Déjame entrar

Esto pasó. Uno de estos programas que se dedican a ensañar las casas de personas que, dado el contenido, parecen ser dignas de envidia: que si diseñadores, que si ejecutivos, que si grandes empresarios, modelos. Muestran al 90% de las personas lo que solo un 5% consigue –el resto no tienen tele para ver estas tonterías. Definen a los habitantes como gente amante de los salvaje y lo fashion; hechos a sí mismos; locos y atrevidos; refinadas soledades. –Nota a parte, en uno de estos programas un sujeto nicaragüense, que era abogado, confesó que ganaba el equivalente a unos 2500 euros al mes; le preguntaron a la asistenta (señora de unos 65 años) cuánto ganaba les comentó que 94€ al mes.

En ese programa fueron a una casa a unos cien metros de la playa, por la zona de Alicante elegante y acogedora, de un guapo diseñador al que no se le escapa un detalle. No voy a señalar dónde, es de mala educación. El dueño de la casa comentó que era un poco pequeña, 350m2, pero que se iban apañando él, su mujer y un perro chiquito muy cuidado. Este tipo era decorador de interiores, ya dije. Las habitaciones eran bastante diáfanas; como espectador me pregunté cómo un diseñador de interiores podía diseñar tan mal. Luego uno suele recordar que estos programas sirven como publirreportajes, para que gente con mucho dinero pueda tratar de comprar esas casas. 

El redactor le hablaba como si fuera gilipollas. Estos redactores suelen dirigirse así al propietario, es el estilo de estos programas. Dicen cosas como: ¡Hala, qué cocina más más graaande! o ¡Con este armario podrías guardar aquí un elefante! La frase idiota de este programa fue: ¡Madre mía qué acuario tan grande que tienes, podrías bañarte ahí y todo! Tratan de gilipollas al dueño y al espectador. Nadie puede tomarse en serio a alguien que te habla así. Los dueños ponen cara de circunstancia. No entiendo cómo si se supone que todos son gente que gana tanto dinero y son tan inteligentes nos les dan a saber del trato que reciben. 

Este diseñador, que tenía la casa diáfana, había comprado un par de ruedas de carromato en un anticuario y había hecho lámparas; sillones de diseño; algo tribal; ni un maldito libro; ladrillo vista por que queda “a lo pobre”; un par de cuadros que el dueño era incapaz de significar –pero que como eran regalados, pues “qué se le va a hacer”; ¡ah, y lo mejor!, una piscina a ras de suelo desde donde se puede uno asomar a los atardeceres del oeste de España: un privilegio. Todo editado con música así como alegre y que les hace quedar guay: Barry White, el do you love me de The Contours, Robbie Williams, Don’t leave me this way, Island in the sun de Weezer, etc.

El caso es que al final de este viaje en el que nos demuestran lo mucho que valen ellos y lo poco que valemos nosotros, el dueño les dice: «Gracias por venir, me tengo que ir que hoy viajo a New York a montar una casa. Podéis venir cuando queráis. Es vuestra casa». Es un decir. Siempre acaban igual. Un juego en plan, soy un tipo sencillo y vosotros, con los que he pasado media hora, sois amigos de toda la puta vida. Lo extraño es que el redactor en lugar de decir: «Hasta luego» o seguir el protocolo habitual, le responde: «De acuerdo».  Y el equipo se queda allí.

Cortaron ahí y esto nunca se vio en el programa, claro. Salió en varios medios a la semana y pico de que empezase el asunto. La productora, el redactor y el cámara que formaban el equipo ganaban un sueldo cada uno de ellos menos de mil euros. El redactor algo más, pero según el mes. Estaban acostumbrados a ir a este tipo de sitios. Veían un rato el Paraíso y luego les daban la patada. Y a otro sitio. Pero esta vez se quedaron. No hablaron entre ellos, por lo visto, sino que un impulso les llevó a pensar al unísono, ¿por qué no?

El diseñador de interiores no entendía nada de nada. Aquellos tipos comenzaron a comportarse cómo si vivieran allí. Le dieron uso a la cocina vitrocerámica –que el diseñador confesó que nunca había encendido -, colocaron algunos libros en las estanterías, y la productora se dio un baño mientras se tomaba un buen vino. En los periódicos se recogió poco de lo que se dijeron, pero se remarcó el hecho de que uno de ellos comentó sobre el salón: «Esto no es minimalismo, es que te sobra espacio. Es como llamar austeridad a ganar mil millones en lugar de mil quinientos». El dueño montó un pollo bastante considerable. Les llamó de todo e hizo saber que iba a venir la policía. Mientras tanto, el equipo de rodaje siguió disfrutando de la vida.

El cámara buscó en la nevera medio vacía unas manzanas y se las comió mirando las vistas desde el salón. Sus padres a duras penas le habían costado la carrera. Tuvo suerte de sacar becas en el momento adecuado para poder acabar ganando un sueldo indigno mientras se paseaba por las casas de los privilegiados. ¿Qué sentido tenía su programa? Se sentía como una mierda cada vez que terminaba la jornada. Lo único que le reconfortaba era reírse de algunos de los dueños; pero eran victorias efímeras.

Cuando llegó la policía, el equipo había preparado la cena e invitó a los agentes a que se uniesen al festín. Estuvieron discutiendo un rato con el dueño y trataron de convencer por las buenas a los del equipo. Tras unos quince minutos de diálogo, decidieron sentarse a comer. Aunque acordaron que el equipo abandonaría la casa después de la cena, lo agentes alargaron la velada todo lo posible. Tomaron buen vino, comieron alimentos de primera y los agentes se fumaron unos buenos puros se dieron un baño. El enojo del dueño fue épico, por lo visto. Antes de irse, los policías les dijeron a los del equipo que en realidad no había ley alguna que les obligara a irse de inmediato pues no estaban haciendo nada malo –lo cual fue una imprudencia por su parte además de bastante negligente. Así que dijeron que avisarían a un perito de la policía que vendría al día siguiente.

Tenía esa casa tantas camas que el equipo decidió avisar a sus parejas. Algunos consiguieron llegar el mismo día. Hicieron el amor allí, disfrutaron de la piscina, del Mac, del Ipod y de todas las cosas que esa gente tenía. El equipo les dijo que trajeran libros, pero de verdad, no para adornar.

Dije antes que no había libros en la casa. No es del todo correcto: en el segundo piso había una “biblioteca” –según el dueño. Se trataba de una estantería en la que entraban menos de cien libros. Había diez enciclopedias para rellenar totalmente inútiles y, de ahí su orgullo de biblioteca, algunas primera ediciones de libros del barroco español. Un poemario, una biblia y un libro de las horas. Los tenía sin protegerlos y decía que le había costado en total unos 50.000 euros. Cuando la mujer del redactor supo lo que habían gastado en algo solo para poder decir que lo tenían sufrió un ataque de vértigo.

Al día siguiente, el equipo estaba preparado para irse. Llegó el perito y bastantes nacionales junto con el dueño. Hubo mar de acusaciones muy duras lanzadas por el dueño a las que el equipo no respondió. El perito les explicó la situación y les advirtió que debían abandonar el lugar. El equipo no se opuso, pero le comentaron al perito que pasase al interior para que viese cómo era la casa. Pero él solo. Nadie más. El perito se tomó su tiempo en el interior. Al volver su rostro estaba lívido. Suspiraba como si estuviese a punto de la hiperventilación. Le lanzó una mirada al dueño y luego al equipo.

Les dijo que abandonaran la casa al día siguiente. Y así pasó. El equipo disfrutó ese día como si fuese el último. Vivieron una vida que se les impedía al resto de la gente. Así fue. De verdad.

Al amanecer salieron sin hacer ruido. La policía les esperaba. Esposaron al equipo y se les llevaron a comisaria. Hace unos días salió el juicio, siete meses después. Por eso lo traigo aquí. Les condenaron a tres años de cárcel. Aún no se sabe si podrán conmutar la pena por dinero.

La productora que los tenia contratado despidió al equipo. El programa se sigue haciendo, claro. Así fue.





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