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Tres Rosas Amarillas (II) la parte del esbozo del relato



Esta es la segunda parte sobre los viajes en el tiempo. La primera la podéis encontrar aquí.

Como dije, dedico las siguientes líneas a esbozar un relato que nunca escribiré sobre viajes en el tiempo. También expliqué los motivos por los que lo hago aquí y no lo he elaborado adecuadamente. Supongo que me apetecía compartirlo o sufrir un walk of shame, o ambas cosas.

El título provisional de trabajo del relato era Tres rosas amarillas, por el relato de Carver. No sabía cómo llamarlo si lo acababa, soy muy malo para ponerle título a las cosas. Todos acaban por ser posmodernos, hacen referencia a otros títulos.

El relato comienza en un futuro indeterminado. Existe en ese futuro del relato ese sueño un tanto naif de los años cincuenta en el que las naciones están coligadas, al menos en lo que a desarrollo científico se refiere. Muchos equipos de investigación similares a lo que sucede en el CERN. Un grupo reducido de teóricos físicos descubre por serendipia que alterando uno de los estudios que están trabajando pueden crear un dispositivo de salto en el tiempo. Son tres señores mayores. Un ruso, un francés y un estadounidense. Los llamé con nombres falsos, como para ocultar su identidad Tesla, Poincaré y Feynman. Como son personas muy inteligentes y comprometidas (es un decir), deciden acallar el descubrimiento. Si están en lo cierto este sería uno de los avances más importantes para la historia del ser humano, pero también el más peligroso. Pero, claro, necesitan saber si eso funcionaría o no. Así que pierden unos cuantos años de su vida trabajando duro y en secreto: desarrollan la idea, plantean las ecuaciones, calculan cómo podrían ser las consecuencias del uso, etc. Involucran a ingenieros para que les diseñen unos dispositivos tamaño pulsera para cada uno. Esto lleva más años aún. La excusa da un poco igual, ya digo que era un borrador y tampoco quería tenerlo todo atado, además, seguramente hubiese cortado todos estos párrafos e ido más al grano.

Los científicos consiguen la pulsera para viajar en el tiempo. Su uso no es como el del iwatch. Necesitas ser un experto y conocer muy bien los cálculos necesarios para poder desplazarte en el tiempo (que implica, necesariamente, desplazamiento en el espacio, y si ustedes no viven fuera de la realidad, sabrán que el universo entero se desplaza). Tesla, Pointcaré y Feynman deciden de mutuo acuerdo que acabarán toda prueba de su trabajo (cosa que hacen) y que cuando usen las pulseras (que tienen solo “batería” para ida y vuelta) las destruirán en el pasado. Saben que seguramente en el futuro alguien pueda llegar a la misma conclusión, pero por el momento ellos no quieren sentirse responsables. También se dicen que lo mejor será que ya que van al pasado y son conscientes de la que pueden liar, deben darse una noche para pensar bien qué van a hacer. Entienden todo el asunto de las paradojas, de la teoría del caos y demás. A ninguno se le pasa por la cabeza matar a Hitler o a su propio abuelo a ver qué pasa. Intuyen que si pasan desapercibidos y tratan de llevar una vida normal alejados del mundo de la física, posiblemente no alteren tanto las cosas como para generar la paradoja que impida que ellos lleguen al descubrimiento del viaje en el tiempo. Así que se van a casa y le dan vueltas al coco sobre qué hacer. Es evidente que ya lo habían pensado, esto es como una jornada de reflexión antes de votar, en realidad no sirve para nada, solo para prolongar la espera.

Al día siguiente se reúnen y como si fuera un suicidio pactado los tres deciden activar sus dispositivos a la vez. En el mismo nanosegundo. La precisión es fundamental para evitar que si uno de los científicos incumple su palabra se crease una superparadoja. Creo que me explico.

Luego me extendía innecesariamente con lo que hacía Pointacaré y Feynman. Bueno, para ser honesto, el borrador tenía tres páginas, esto que he escrito once, así que en realidad el borrador estaba solo en mi cabeza. Se lo pueden saltar si quieren (en realidad, se podrían saltar todo, que eso sí es como viajar en el tiempo). Perdón por la digresión, vuelvo al relato.

Feynman era el que más curiosidad tenía con los sucesos históricos: así que decide viajar a la EE.UU durante la Guerra de Secesión. Ajusta el viaje para llegar a la parte final del conflicto. Él es un caballero del sur, nacido en Nueva Orleans. Es mayor y aunque lo justo para él hubiese sido un retiro tranquilo, lo que se plantea es ayudar a la gente a superar el trago de perder la guerra, algo que supuso un trauma tremendo en el sur del país y que, de algún modo, aún sigue vivo. Sobrevive a estos últimos años de guerra. Con sus conocimientos de física patenta un par de inventos, hace dinero y se casa con una muchacha joven. Adquiere una finca señorial justo cuando acaba la guerra. Allí vive feliz hasta que muere de una enfermedad pulmonar de fácil curación en su época. Él lo sabe pero no le importa, se siente completo. Solo le queda una duda: durante una de las numerosas fiestas a las que asiste o en las que organiza, habla mucho del tema de los esclavos. Feynman está en contra de la esclavitud pero siempre logra que su conversación sea tan educada que incluso los defensores de la opresión de los negros se sienten a gusto con él. Encuentran a Feynman como una gran adquisición de vecino pese a su halo de misterio, tal vez por eso. La sombra acecha cuando, reflexionando sobre alguna de estas fiestas, recuerda haber mencionado por error el asesinato de Lincoln antes de que lo hiciesen. Pocas semanas después se organizaría la conspiración que llevaría a Wilkes Booth a matar a Lincoln. Él está seguro de que no fue su culpa y que no existe relación causa-efecto, pero le es inevitable pedir perdón en su lecho de muerte al párroco católico que le atiende. El cura le cita innecesariamente a Sócrates con lo de que “una vida que no es examinada no merece la pena haberse vivido”, por lo que considera que no debe atormentarse. Las palabras cobran un sentido absurdo en la mente de Feynman, que viene del futuro: revisar su vida implica pensar sobre lo que aún no ha pasado. Ríe, y le devuelve la cita diciéndole que le diga a sus amigos que ha sido feliz, y muere feliz.

Pointcaré decide jugársela. Incumple su parte pero en un sentido diferente. No le interesa la historia, solo su historia personal. Resulta que en todos los años que estuvo inmerso en este proyecto de investigación su obsesión por realizar bien su trabajo le llevó horas y horas fuera de su casa. De hecho, ni siquiera dejó descendencia en parte a causa de esto. No porque no lo desease, sino porque la falta de tiempo, el agotamiento y las complicaciones llevaron a su pareja y a él a la conclusión de que mejor no tener hijos. Ella, que había dejado de trabajar desde los treinta por una enfermedad con la que se le declaró como o que es nuestro equivalente a pensionista, considera (erróneamente), que su material genético tal vez no sea adecuado para trasmitirlo. Así que Pointcaré pasa años enteros en el laboratorio y ve muy poco a su mujer. Pero ella parece feliz y nunca le echa nada en cara. Pointcaré comienza a pensar que tiene un amante y asuntos por el estilo: pero ella es muy honesta con él. Le dice que jamás el engañaría con nadie. De hecho, si tuviera un amante solo podrías ser tu, le asegura. Pointcaré la ama y confían en ella. Sabe que no le miente. Años después a ella le diagnostican un cáncer terminal pero decide no decírselo a Pointcaré, que solo es consciente del asunto cuando le queda poco de vida. Cuando muere es incapaz de perdonarse todo el tiempo malgastado en su trabajo al margen del mundo de la vida. Con lo que el primer pensamiento es volver en el tiempo a esa edad temprana de ella solo para poder verla, ya que interactuar produciría una paradoja. Sabe que va a ser muy duro, pero prefiere eso a cualquier otra cosa y, tal vez, sea una manera de sentirse redimido.

Así que vuelve cuando ella tiene treinta y algo. Alquila una casa cerca de donde tenían la suya y se dedica a observarla. La sigue de lejos, la mira desde la ventana... En fin, todo lo propio de un voyeur pero con la salvedad de que, en realidad, se trata de su mujer, aunque no lo sea (porque es la mujer de sí mismo del pasado, de su otro yo pre-salto). Pero claro, en un descuido ambos coinciden y ella, pese a los cambios de la edad y el aspecto, le reconoce. Pointcaré le explica que logró crear una máquina del tiempo y que volvió para tratar de recuperar, en cierto modo, el tiempo que no estuvo con ella. Aunque le oculta lo de la enfermedad terminal, ella acaba por sacárselo. Ella comprende. Sabe que aún le queda mucho tiempo y no se agobia. Es de esas extrañas personas que no quieren morirse pero no le asusta el hecho. Pero la pregunta está clara ¿qué van a hacer ahora ambos? ¿Qué van ha hacer ahora que se ha descubierto el pastel? Bueno, supuse yo, como creador de la historia, que harían lo que yo haría, acostarse y tener una relación. Así que Feynman se convierte en el amante de su propia mujer. Ella es así feliz. Pierde al Feynman joven pero gana al otro, que tiene todo el tiempo del mundo para ella. Nunca cometen un error, es imposible: El Feynman joven y el viejo huelen igual, dejan las mismas pistas y conocen sus agendas. Además el viejo Feynman puede ayudar a su mujer en todo el duro trance cuando le diagnostican la enfermedad. Él es el que está allí con ella casi hasta el último momento. Cuando ella muere él decide quitarse la vida. A fin y al cabo, cerró el círculo. Desde un punto de vista narrativo y estético, lo considera perfecto. La plétora que buscan los muyahidim. Pero mucho antes de hacerlo, mientras come una manzana, revisa sus propios papeles, los del Feynman joven, y descubre un par de errores de cálculo. Es una tontería en una ecuación, pero no puede evitar tacharlo y corregirlo. Acaba de hacer el amor con su mujer y no estaba centrado. Nunca se lo planteará, pero ese cambio es el que lleva a los tres científicos a detectar el problema general y a comenzar a pensar seriamente en los viajes en el tiempo. Como ven, aquí se da la paradoja y la anagnórisis: mal empezaba ya la idea del relato, ¿verdad?

Cuando me plantee el relato quería centrarme solo en Tesla. De ahí surgió todo, pero se me va la cabeza y elucubro lugares comunes que van a ninguna parte. En fin, lo que sigue es la historia de Tesla:

El más ladino y extravagante de los tres es Tesla. Aunque los tres acaban por incumplir su palabra es Tesla el único que tiene un plan, o al menos, una intención que solo tiene que ver con él de una forma oblicua. Está encantado con la idea y decide llevarla a buen puerto.

Tesla admira profundamente a Anton Chejov. Le lee con fruición y le considera el mejor cuentista de la historia; también cree que sus obras de teatro rozan la absoluta maestría, pero, al igual que Tolstoi prefiere su faceta de creador de relatos. Así que decide que la mejor opción para su salto es ir a visitarle en su momento mágico, cuando después de haber fracasado miserablemente con la gaviota se le encumbrará con Tío Vanía en 1898. Salta antes de que se estrene y como conoce la zona y el idioma logra colarse en uno de los ensayos generales de Tío Vanía. Allí encuentra a Chéjov discutiendo con Stanislavski. Siempre tuvieron serias diferencias sobre cómo abordar la construcción de las representaciones. La historia le daría la razón a Stanislavski: creo escuela y toda forma de teatro actual es o bien una continuación o bien una reacción en contra de su manera de entender la puesta de escena. Dado el fracaso de La Gaviota, es probable que nunca hubiésemos sabido cuál era la idea que Chéjov tenía sobre Chéjov.

Como el cabreo va en aumento exponencial, Chéjov decide ausentarse del ensayo. Cuando camina por los pasillos del patio de butacas que llevan a la salida Tesla decide asaltarle. Sabe que no es el mejor momento, pero considera que es el oportuno. Tesla es un tipo que cree que los momentos emocionales críticos son los lugares perfectos para la manipulación, solo que también son los más arriesgados. Además, Tesla es muy honesto cuando se presenta y comienza a comentarle que considera que es el mejor escritor y que, aunque no se lo crea, los siglos venideros seguirán leyéndolo y se continuarán representando sus obras de teatro, al estilo Stanislavski, claro. Chéjov no es muy dado al alago, pero Tesla tiene carisma, es una persona mayor y le extraña que alguien opine eso de su teatro dado que hasta él mismo renunció a continuar escribiendo tras una fuerte crisis. Chéjov se relaja y Tesla, que conoce bien la historia de Chéjov, articula una discusión sobre ciertos relatos de Chéjov, sus influencias y de todo lo que ha representado para él. Chéjov es incapaz de no sentirse cautivado por Tesla y surge cierto cariño inmediato por ese hombre que acaba de conocer.

Tesla, entonces, aprovecha para hacerle un regalo. Le entrega una versión en ruso del libro de relatos de Raymond Carver Tres Rosas Amarillas. Le dice que es un autor americano muy bueno. Tesla le confiesa que no lo tiene muy claro pero que podría afirmar que Carver está fuertemente influido por la obra de Chéjov. ¿Cómo es esto posible? ¿Sabe ruso? ¿Se tradujeron mis obras sin mi permiso? Tesla sabe que este es el momento crítico, el punto de fusión. Le comenta que aún no se ha producido nada de eso que dice pero que pasará. De un modo que nunca sabré como articular, Tesla le explica que ese libro aún no se ha escrito, que él viene del futuro y que solo quería conocerle y hacerle este regalo. Chéjov no le cree (tópicazo) pero Tesla le habla sobre su enfermedad, sobre algunos aspectos de su vida pasada y futura, de asuntos que solo sus biógrafos son capaces de descubrir, cosas que saldrán de correspondencia nunca enviada que guarda en su casa. Reticente, acaba por creerle, al menos en parte. No cae en shock, pero, ¿a cuento de qué entonces todo esto?

Le dice que lea el libro de cabo a rabo, pero, sobre todo que se lea “Tres rosas amarillas”, porque el tal Carver relata cómo será el momento de su muerte. Me ahorro toda la parte del shock de Chéjov. La cuestión es que no acaba de entender de qué demonios va esto y a cuento de qué va todo esta situación tan absurda.

Le explica que Carver acabó por morir también de una enfermedad como él, y que en realidad se dedicó una gran parte de su vida a exactamente lo mismo que Chéjov hace. Así que Tesla le deja el libro a Carver y se va. De hecho Tesla se va de ese tiempo. Aunque prometió que destruiría el dispositivo en el pasado, como hicieron todos sus compañeros, su plan estaba pensado de una forma bien distinta.

Chéjov lee el libro, pero dadas las circunstancias siente algo de pánico por el relato que de manera tan insistente le han recomendado. Asjov no tiene maldita idea. Lish. En fin, tanto da porque de esto Ch premios que recibi, al menos en parte. No cae en shock, piení que lee “Cajas”, “intimidad”, “El elefante” y el resto hasta llegar al último. “Tres rosas amarillas” es un poco diferente a los relatos de Carver. Como ustedes sabrán al escritor estadounidense se le acusa de que su editor Gordon Lish, el del New York Times Magazine, se dedicó a cortar, reescribir y arreglar los relatos. Muchos piensan que los premios que recibió Carver en realidad se los tenían que haber dado a Gordon Lish. En fin, tanto da porque de esto Chéjov no tiene maldita idea. El relato trata sobre como Chéjov, que tenía su  tuberculosis en estado muy avanzado, pasa sus últimas horas junto a su mujer y recibe la vista final de su médico. El cuento se sale del estilo habitual de Carver aunque conserva los estilemas. Chéjov lee la traducción al ruso, así que no sabría decirles cómo es conservar estilemas sin traicionar el idioma original. El caso es que Chéjov lee su inevitable final escrito con una dulzura y maestría impresionante. Al igual que mucho en Carver, hay unos cruces de palabras sutiles entre los tres personajes, referencia a lo cotidiano y esa sensación de que algo va a pasar (algo muy grande va a pasar) y luego todo se desinfla, para bien. Cuando Chéjov muerte el relato continua unas páginas más. Es bello, pero de menor interés. Algo relacionado con esos extraños malentendidos entre personajes muy propios también de Carver. No es que no se comprendan entre sí, sino que como los humanos vivimos en mundos que construimos separados de los del resto, nuestra responsabilidad epistémica es imponderable y nos lleva a estas situaciones en las que no sabemos qué les pasa a los demás o por qué actúan de una manera determinada. Mientras que Olga (la mujer de Chéjov en el relato) entiende el drama de la muerte de su marido pero acepta el ciclo de la vida y que el sufrimiento terminó, el botones que vuelve para recibir su propina es incapaz de entender que acaba de desaparecer una de las personas más relevantes de la historia de la humanidad.

Chéjov enmudece. No sabe muy bien cómo aceptar eso. Es evidente que va a morir. De hecho morirá en cinco años. Pero duda mucho que aunque ingresase en un sanatorio para tuberculosis (como hará) sus últimos minutos sucederán en una habitación de hotel y, menos aún, celebrando la vida, si es que eso era la intención de Carver. Es imposible que eso suceda. Decide acudir a su confesor en momentos críticos. Visita a Tolstoi y le obliga a leerse el cuento. Ya dije que a Tolstoi le encantaba el Chéjov narrador de cuentos, le consideraba el mejor de todos, pero odiaba sus obras de teatro. La cuestión está en que Lev Tolstoi lo lee y en lugar de discutir sobre lo raro que es que un tipo que dice que viene del futuro que le ha traído un libro en el que cuenta cómo Chéjov va a morir, éste decide pasar directamente al comentario formal. Le dice: en efecto se parece a lo que tú haces, en efecto está bien, no es bueno, pero está bien, pero hay mucho que me resulta incomprensibles. Entiende que el fin de la vida sea una celebración de la vida misma, pero que si por el fuese realizaría varios cambios. Le pregunta que si no le importa que reescriba alguna parte, porque piensa que aquello podría funcionar mejor. Chéjov accede y Tolstoi pule bastante la estructura formal, en cierta manera añade mucho arcaicismo y se da cuenta de que Carver no pensó en que si Chéjov hubiera ingresado en un hospital él hubiese ido a verlo. Así que escribe unos párrafos, herido en su orgullo, porque no comprende cómo alguien del futuro pudo pasar por alto esa férrea amistad entre ambos escritores. Pero a Chéjov no le gusta cómo lo resuelve. ¿De verdad, le dice, piensas que me vas a ir a visitar al hospital y en lugar de dialogar conmigo no vas a soltarme todo lo que crees sobre la vida, el universo y la perpetuación de la existencia? Tolstoi se siente ofendido, pero le anima a que si opina de un modo diferente, lo reescriba. A lo que Chéjov le responde: no lo haré, pero si esto pasa, (que vengas a verme al hospital cuando tenga este ataque) y me hablas sobre la inmortalidad, lo escribiré en mi diario.

Para quitarle hierro al asunto, Tolstoi le dice que  en el relato el tal Carver asegura que Chéjov se casará con la actriz Olga Knipper, a la que, precisamente, lleva un tiempo tanteando. Chéjov nunca pudo ser directo en las relaciones amorosas: cualquiera que haya leído algo suyo sabrá a qué me refiero. Pero Tolstoi le anima a que se lance: si esto va en serio, es apostar a caballo ganador. Aunque parece que es así, Chéjov aún tardará unos años más de encuentros y desencuentros hasta su boda en 1901.

En esa reunión Chéjov y Tolstoi vuelven a discutir sobre el relato. Ambos están de acuerdo en que mejora, pero que aún le queda algo por añadir. Es decir, les sigue pareciendo insuficiente. El final les gusta aunque también es cierto que para personas del diecinueve algo tan abierto les parece un tanto incomprensible que acabe así; ya hay muchos jóvenes, sobre todo en Europa, que están experimentando con formas nuevas que apuntan en esta dirección, pero Tolstoi está un poco chapado a la antigua; Chéjov es abierto, pero no sé, es como cuando Marty McFly toca Johnny B Good, la gente está preparada para la música pero no para el solo de guitarra que se marca al final. Pero bueno, tiran adelante con ello. Aunque Chéjov le dice que el botones debe ser francés. Si ha de morir que sea en Francia, pues, en ese momento lo francés era, posiblemente, lo más chic de Europa.

Pero no acaba ahí el problema. Lo que Chéjov piensa es que hay algo que falla en la muerte de Chéjov. Es cierto que la alegría puede llegar solo por la propia exaltación de la vida. Pero Chéjov quiere subir el tono y se le ocurre que, bueno, por qué no puede él y Olga brindar junto a su médico. ¿Qué mejor que desconchar una botella de champan? ¡Brindar, coño, brindar! Una de las efemérides más importante de la vida es la muerte ¿no? Quedarse los tres en silencio, que solo se escuche el sonido del corcho saltando desde la boca de la botella. A Tolstoi le encanta la idea y piensa que es el mejor final posible.  Le dice ¿así te gustaría morir? Chéjov le responde que no le gustaría morir de modo alguno, que sabe que es inevitable por la consunción que le tiene ganada la partida, pero que si la vida es en realidad una especie de obra de arte, no se le ocurre mejor modo de irse que junto a su amada y una copa del mejor champan que pueda encontrarse. Juntos de la mano hasta el final del viaje. Chéjov era bastante sensible y se dedica a llorar durante un rato. Tolstoi le da unas palmaditas en la espalda. Está bien, está bien.

Semanas después, Chéjov recibe una carta de Tolstoi donde le anima a que publique el relato. Que cambie algún detalle (los nombres de los personajes) y lo envíe, puesto que el cuento tiene una calidad innegable. Merece la pena que lo saques como tuyo. Chéjov está en desacuerdo. Le parece un tanto morboso y en realidad, se siente que aquello no es suyo. Independientemente de que el relato le llegase del futuro, cosa de la que aún no acaba de hacerse a la idea, en la contraportada del libro de Carver se detalla la biografía del escritor. En realidad, Chéjov siente una deuda extraña con aquella persona que aún no ha nacido. No, el cuento no es mío, no me pertenece.

Chéjov esconde el relato. Después de casarse su condición se agrava. Sabe que se está cumpliendo aquello que se describía en el cuento. No cabe duda. Es feliz junto a Olga pero ese poso de fatalidad enturbia muchos momentos. Pero, al contrario de lo que me sucedería a mí, Chéjov sabe sacarle partido y disfrutar de ese tiempo que sabe que el mundo le está regalando. Una noche, tras una intencionada borrachera en la fiesta de un buen amigo, vuelve al relato. Suspira y siente una extraña nostalgia por el futuro; pensar en cuatro dimensiones produce emociones que aún no tienen nombre, así que, supongo que cabe describirlo como nostalgia. Antes de guardar el libro recuerda que éste estaba dedicado a alguien: Tess Gallagher. Así como Chéjov no puede saber quién es alguien que no ha nacido menos aún a quién se lo dedica. La información de la contraportada tampoco le aporta nada nuevo.

Cuando Chéjov vuelve a la cama junto a Olga se le ocurre que Tess debe ser la mujer de Carver. Se imagina a Carver dentro de setenta años mirando desde el umbral de la puerta a la mujer que ama y con la que desea pasar lo que le queda de viaje, justo como está haciendo él en ese momento. Como narrador, me encanta esta yuxtaposición temporal, tan normal, tan banal y, a la vez, tan trascendente en nuestra cotidianeidad.  Es ahí cuando Chéjov piensa que debería darle a Carver lo que le pertenece.

Al día siguiente Chéjov encarga una traducción al inglés del libro Tres Rosas Amarillas. Le insiste mucho a su amigo traductor que ponga el máximo interés en el último relato. Le añade que la discreción será fundamental y que, por la amistad de hace tantos años que les une, silencie todos y  cada uno de los pensamientos que le asalten al respecto. Nunca, nunca, nunca, nadie debe saber de esto. Así fue.

Por su parte Chéjov escribe de su puño y letra una carta en un francés refinado aunque tosco y anticuado. A la mitad la rompe y decide comenzar de nuevo. Es para Carver, así que trata de hablarle en inglés. Ni siquiera sé si Chéjov sabía inglés pero, tanto da, su amigo podría traducírsela luego. El caso es que le escribe una carta.

En ella Chejov le dice algo así como, estimado amigo, usted no me conoce en persona aunque es probable que haya leído algún cuento u haya asistido a la representación de alguna de mis obras de teatro. El cómo ha llegado a mis manos esto que le envío carece ahora de importancia, tal vez nunca la tuvo. Considero que al entregarle el libro le estoy devolviendo algo que es suyo, incluso aunque aún usted no lo haya escrito, tal vez ni siquiera se le haya pasado por la imaginación el escribirlo. Su prosa es intensa y bella. No creo que estemos aún preparados para ella. Tal vez cuando usted lea esto sus coetáneos tampoco estén preparados para leerle, pero me veo abrumado por el deber y la obligación de hacerle saber que sus cuentos merecen la atención. Estoy convencido (los detalles, insisto, no importan) de que estos cuentos serán leídos incluso cuando usted ya no esté en este mundo. Por lo que esta responsabilidad que me abruma, de algún modo, se la estoy trasmitiendo a usted. Es un peso que me alivia, como si hubiese arrojado al río unos grilletes invisibles que me habían impuesto. Siento que usted, si es que llega a leer esto, se les acaben por ser impuestos. Como si tuviese las manos atadas por el destino. Perdóneme que le diga que no creo en el destino, como no creo en la vida eterna ni nada más allá de lo que la experiencia nos muestra. No vea esto como una condena, sino como una posibilidad. En su mano queda el hecho de publicar su libro (recuerde, es su libro, usted es el que lo escribirá) o si desea o no dedicar su vida a ordenar palabras sobre hojas de papel. Tarea ingrata y alienante, poco satisfactoria y, en cierto modo, ridícula. Desconozco si todo esto le será de utilidad, pues llevaré muchos años ya muerto; tal vez no quede de mí ni siquiera los huesos, pero estoy convencido de que si al menos usted no acaba por decidirse a escribir, tengo la extraña convicción de que decidirse por contar historias le llevará hasta alguien llamado Tess, como a mí La Gavota me llevó hasta Olga. Tal vez no entienda esta última referencia, le confieso que yo tampoco. Disculpe mi inglés, no es mi lengua materna y disculpe que me dirija a usted como si fuese mi amigo y nos conociésemos simplemente por haber leído algo suyo.  También sepa disculpar mi atrevimiento. Con todo el respeto y admiración, Anton Chéjov.

Carta y libro fueron empaquetados en una caja de metal, que a su vez fue introducida en una caja de cartón, que a su vez fue envuelta en papel. Una muñeca rusa, pensó Chéjov. Tramitó el envío. Le llevó su tiempo pues ¿cómo se consigue que ese paquete salga para el 1950 a una dirección desconocida en EE.UU a un tal Raymond Carver que aún ni si quiera nació? La logística es tremendamente compleja. Les ahorraré los detalles y, dado que es un cuento, es verosímil que en correos tuvieran los mecanismos para que Carver lo recibiese.  Tal vez mandasen el paquete en 1904 a EE.UU y desde allí fuese de mano en mano hasta que alguien pudiera mandarlo.

Cuando el paquete fue enviado, Chéjov, como anticipaba en su carta, se sintió muy aliviado. Solo queda decir que, como describe Carver en el relato, el dramaturgo y escritor ruso, una de esas figuras fundamentales de la literatura, murió feliz y sintió que tuvo una vida plena. Fue verdad aquello de que Olga sujetó la mano de Chéjov toda la noche.

Por supuesto ocurre un error y el paquete llega mucho antes a manos de Carver. De hecho, el paquete lo recibe su hermano James, que tiene solo cinco años. El niño se lo lleva hasta su padre, que en ese momento está un tanto fuera de sí por la bebida. Le pide a James que no le moleste con esas cosas; viene muy enfadado con el trabajo, y está en uno punto en que piensa que la vida carece de sentido. Cuando James abandona la sala el padre tira el libro por la ventana del patio trasero. Raymond, que está bajo un guindo leyendo por primera vez a Faulkner, ve como el libro sale volando por la ventana hasta caer en el rosal que su madre había estado cuidando esos meses atrás. Carver se desgarra la mano tratando de sacarlo de entre las rosas. Aquí la cosa se pone confusa, muy confusa: ¿Cómo describir el desconcierto de encontrarte con un libro que aún no has escrito, lleva tu nombre, en la contraportada dice que morirás en 1988 y que entes sus hojas, bien doblada, está una carta escrita por un tal Antón Chéjov? No lo describiré, por supuesto, no tengo el atrevimiento de ninguno de todos estos escritores a los que estoy citando en este borrador.

La cuestión está en que Carver lee todo con detenimiento. Odia los relatos. Alguno le parece interesante, pero en general son aburridos. Desde luego no es lo que le gustaría hacer. Pero se siente profundamente afectado por la carta de Chéjov y el relato “Tres rosas amarillas”. De alguna forma está convencido que será su último relato. Un cuento sobre la muerte de un escritor escrito antes de que él también muera. Por los datos biográficos infiere que también será por algún tipo de enfermedad. Le abruma saber que va a ser escritor, pero que es algo que está en su mano. ¿Pero cómo puede ser su decisión cuando sabe que eso va a pasar, solo si decide seguir adelante? No, no y no. Guarda el libro bajo llave y ese día será el primero que pruebe el alcohol.

Pasan los años y aunque Carver se muda constantemente siempre lleva el libro del futuro que es el libro de Tolstoi que es el libro de Chéjov que es su libro. Carver comprende que la vida normal no le llena y comienza a publicar cosas en revistas de la universidad, después en sitios relevantes como Squire. Nunca vuelve al libro. Su popularidad explota cuando Lish, su editor, comienza a sacarle partido a los relatos de Carver. De qué hablamos cuando hablamos de amor es un éxito en términos relativos circunscritos al área de la literatura. Pero pasará a la historia. Hasta una película, Birdman, sustenta todo su contenido ene le relato que da nombre al libro. En fin, cosas de la metempsicosis y la transubstanciación y no tanto de la postmodernidad, como algunos piensan.

Tras volver a dejar la bebida, una vez más, y tras otro reencuentro con Tess, una vez más, Carver vuelve al libro. No está en ese momento, precisamente, en una fase de sequía creativa, pero se ve como lo suficientemente maduro como para afrontar aquello que le había legado. Acaricia el lomo del libro y lo lee del tirón. Vuelve a la cama cuando está amaneciendo. Allí está Tess dormida. Le produce calma.

Carver reescribe los relatos. Los detalles no vienen al caso. Pero, como era de suponer, pone mucho énfasis en el relato sobre Chéjov. Investiga sobre cómo muere y, desde que recibió el libro, la admiración que siente por el ruso es casi mayor que la que tenía por los clásicos americanos. Siente una deuda con la literatura de Chéjov que, cree, va siendo hora de pagar. Lee los diarios de Chéjov, Olga, Tolstoi, Schwöhrer, Gorki… es más concreto con los detalles históricos, como el lugar donde va a ir a morir (Badenweiler, en la Selva Negra alemana). Cambia los arcaicismos y alguna cosa, pero considera oportuno dejar muchas de las líneas que le llegaron. A fin de cuentas, piensa, se supone que ha sido él quién ha escrito el relato. Podría estar reescribiéndolo eternamente, pero hay que parar en algún momento, y ése es tan bueno como otro cualquiera. Se lo da a leer a Tess y ella considera que ha hecho algo bueno. El libro de relatos acaba por publicarse y, como el resto, constituye una obra imprescindible de la literatura americana del siglo xx.

Cuando Carver muere también está junto a Tess. No estoy muy seguro de esto, no he podido averiguarlo pero creo que se le atribuye que citó a Wittgenstein que a su vez citaba a Sócrates con eso de que le diga a sus amigos que fue feliz. Tal vez me lo estoy inventando. Supongo que da igual, esto no es un libro de historia.

Pero ¿y qué fue de Tesla? Volvió al futuro, es decir, de donde venía. Vuelve a una época en la que él era más joven pero se va a vivir lejos. No es que tenga miedo a cruzarse consigo mismo, sino que considera que ya está todo hecho y que poco o ningún sentido tiene ya tratar de aconsejarse a sí mismo sobre su futuro. Se arrepiente de muchas cosas que hizo durante su vida, pero es lo suficientemente mayor para perdonárselas y seguir adelante. Tesla, además, está bastante enfermo. Ya lo estaba antes de viajar al pasado, por eso tampoco se propuso un plan a largo plazo, sino algo más sutil. Sus colegas Feynman y Pointcaré desconocían este hecho. Se lo ocultó adrede, creyó que si éstos lo supiesen tal vez le impedirían viajar en el tiempo pues: ¿Quién no trataría de buscar el modo de curarse? Pero repito, a Tesla ya no le importaban esas cosas y, qué demonios, había construido una máquina del tiempo, ¡superad eso si podéis!

Así que Tesla pasa los dos años y medio que le quedan de vida en su Rusia natal. Da largos paseos, disfruta lo que la enfermedad le permite, se alimenta pantagruélicamente y lee, ve películas y asiste a todas las exposiciones que puede. Deja de lado su pasión a la que dedicó su vida, la física, pues considera que ya nada tiene que aportar ni pretende aportar nada nuevo. Es el momento de los jóvenes, entre los cuales, irónicamente, está él. Entonces ¿para qué todo este asunto con Chéjov?

Cuando Tesla consigue asentarse en la ciudad donde decide pasar lo que le queda de vida, y en uno de sus paseos vespertinos, visita una librería especializada y compra un ejemplar de Tres rosas amarillas. Le pide la misma edición que él llevó al pasado, incluso ante la insistencia del tendero de que tiene algunas ediciones prologadas por escritores rusos de auténtico relumbrón que comentaban a modo de hagiografía el devenir de Carver. No, no, quiero esa edición. Mientras está realizando la transacción monetaria, Tesla hojea el relato. Cuando ha leído los primeros párrafos no puede evitar reírse en voz alta. No es una risa estruendosa pero sí lo suficientemente llamativa para que el tendero le pregunte:

-¿De qué se ríe?
-Nada. Solo que hace mucho tiempo que no lo leía y no lo recordaba así. Es sorprendente.
-Aja. El misterio de las relecturas, ¿verdad? Crecemos, volvemos a los antiguos amores y las cosas se entienden de otro modo.
-Algo así. Algo así, sin duda.
-Nunca me gustó demasiado, Carver. Me parece que es como Chéjov, pero peor. Ese libro tiene buenos cuentos, pero… no sé. No sé.
-Le entiendo, créame.
De vuelta a casa se tumba en la cama y lee “Tres rosas amarillas”. Disfruta de los cambios. De tener la sensación de que está ante algo completamente nuevo. Sobre todo, goza de que aquello que está entre sus manos ya no se sepa de quién es responsabilidad. En la ciencia está ese slogan de “a hombros de gigantes”, pero esto le recordaba más a la portada del Leviatán de Hobbes. No al contenido ni a la lectura política de Hobbes; solo a esa imagen de un ser construido por miles de seres. Le asaltó una ola de plenitud. Como si hubiese comprendido absolutamente lo que la expresión aura implicaba para Walter Benjamin.

La muerte le llegaría un par de años después mientras tomaba un té y unas pastas. Se sentía bastante feliz en ese momento.


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